miércoles, agosto 22, 2007

Felix Arbolí, Paternidad frustrada

jueves 23 de agosto de 20007
Paternidad frustrada
Félix Arbolí
L A muerte segó traidora una esperanza de vida, dulce promesa de aurora que no llegó a amanecida. Angel que vuela constante por ignorados senderos maternidad de un instante ilusiones que se fueron. Sueños que ayer se gozaron de tan triste despertar, fruto de amores sembrado que no llegó a germinar. Vida que quedó truncada aun antes de comenzar, alma libre, inmaculada, que se fue sin estrenar. ¿Cuál ha sido tu pecado para tan breve final?. ¿Por qué Dios te ha castigado si no has conocido el mal? Nueve meses de ilusiones, un momento de ansiedad, miradas, complicaciones y una horrible realidad. Dijeron que nació muerta aunque el parto fue normal Su cuna quedó desierta y el chupete sin usar. Parece que está dormida. ¡Es una niña preciosa!. No quise verla sin vida, tendida sobre una losa. Luego llegó ese momento de introducirla en la caja y el enorme sufrimiento de dejarla en esa zanja. Un papel donde escribieron el lugar donde reposa fue todo lo que me dieron .. ¡Llené de besos su fosa!. Y en tan ignoto lugar quedó muerta una ilusión, nueve meses de soñar, destrozado un corazón. . Nunca olvidaré el momento de cubrirla con la losa y ver cubrir con cemento mi esperanza más hermosa. El recuerdo dolorido de esa promesa truncada que se fue sin haber sido y lloraba ante su nada. Felix Arboli 1965 María Jesús, así pensábamos llamarla, tendría hoy cuarenta y tres años y aparte de su maravillosa compañía y recíprocas muestras de amor, nos habría proporcionado algunos y nuevos nietos, si esa hubiera sido la voluntad de Dios o el azar de del destino. Nos hemos perdido incontables momentos de ilusiones, sorpresas, caricias y emociones que han quedado diluidos más allá de las estrellas o en ese ignoto lugar donde dicen que descansamos de tanto berrinche y calamidad. Menos mal, que a nuestra Santa Madre la Iglesia le ha dado por desterrar de nuestro ideario cristiano al fatídico Limbo donde decían que iban tantos seres que morían sin bautizar o nacían muertos. Un detalle de sensibilidad y cordura que poco a poco se ha ido imponiendo en nuestros doctos varones eclesiásticos, desterrando actitudes y aclarando conceptos que no andaban muy en consonancia con lo que nos dictaba la razón y clamaba la caridad. Era absurdo pensar que el inocente que no había tenido la oportunidad de ser bautizado, sufriera culpas y castigos de una Iglesia altiva y prepotente, cerrada a toda lógica y negada a ofrecer un sólido fundamento. En los primeros años de matrimonio todo es nuevo, inquietante y prometedor y la vida parece un cuento maravilloso que inicia su relato con los empeños, alicientes, sacrificios y mucho amor. Es la época más bonita de esa unión de cuerpos e ideales. Ese afán constante por superar baches y complicaciones, atajar las primeras rencillas y reproches que acaban en ardientes momentos de pasión y una sucesión casi diaria de maravillosas sensaciones. Pero lo realmente incomparable y sublime en todo matrimonio es sentir la fabulosa ilusión de ver crecer lenta e imparable la tripa de esa compañera, musa y amante, preludio feliz de la próxima llegada de un nuevo ser que ocupará por completo las esperanzas de sus padres y dará un impulso decisivo a su mutua y gozosa convivencia. No hay experiencia comparable a la paternidad, sentirse artífice directo, aunque pasivo, (esa gloria no hay quien se la quite a la mujer), de haber dado vida a un ser humano que, para mayor gloria y satisfacción, lleva tus genes, tu sangre y una parte importante de tu propia identidad. Un trozo entrañable de tu propia vida. Iba tras el coche fúnebre blanco, (qué extraño contraste), y todo cuanto me sucedía y rodeaba me parecía una horrible e imaginaria pesadilla. No me daba exacta cuenta, pienso ahora yo, de la trágica realidad que estaba padeciendo en esos duros y extraños momentos. Me resultaba desconcertante pensar que iba siguiendo al diminuto cadáver de una hija, a la que no había llegado a conocer. Que parte importante de mi alma y un pedazo de mi propia vida iba oculta en esa pequeña caja que, desde el taxi, era una visión muy triste y solitaria, tanto como la de su perdida alma vagando sin rumbo para buscar el lugar reservado a los que mueren inmaculados. No me salían las lágrimas, de tanto dolor concentrado y sentía un nudo en la garganta que me asfixiaba. No recuerdo quienes me acompañaban en tan especial y triste recorrido. Posiblemente mi suegro, ese hombre bendito de Dios que siempre estuvo a nuestro lado para lo bueno y para lo malo. El, posiblemente, haya podido conocerla y darle ese calor que aquí no pudo encontrar. Yo sigo penando por esa hija desconocida que me rompió el corazón y no he encontrado cardiólogo capaz de curármelo y cicatrizarlo. Hay heridas que no se cierran jamás, hasta el instante mismo que nos convertimos en recuerdos y heridas para los que nos quieren. A veces pienso que Dios se la quiso llevar antes de que empezara a sufrir. Libre manchas, de llantos, de angustias y decepciones. Pero no conoció la sonrisa, ni esas palabras y carantoñas que tanto gustan a los niños y hacen humedecer el rostro de los padres. Se fue sin sentir los besos de una madre, ni esa presión amorosa y fuerte de unos brazos que la estrechaban. Solo estuvo nueve meses entre nosotros, pero en todo ese tiempo no nos dimos oportunidades de conocernos. De querernos sí, porque ese sentimiento se inicia desde el mismo instante que sabemos de su existencia y su llegada se cuenta por meses y días en un calendario que solo los padres van pasando hojas. Muchas veces he pensado que allá donde esté esperándonos para recuperar tanto cariño y los millones de besos perdidos, se encontrará más feliz, ajena al lodo y la hipocresía donde se desarrolla nuestra existencia y no teniendo que sufrir las nefastas consecuencias ante tanto tiburón y lobo sueltos profanando la inocencia y masacrando la bondad. Es una consideración con la que intento engañarme, para mitigar ese dolor que su ausencia y desconocimiento me producen. Un inútil consuelo para sobrellevar la triste realidad de esa nada adonde se ha ido sin er, pero también sin padecer.

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