miércoles, agosto 29, 2007

Felix Arbolí, La Rosa y la Espada

miercoles 29 de agosto de 2007
LA ROSA Y LA ESPADA
Félix Arbolí

L A ROSA: Cuando inicié mi vida periodística en Madrid, a finales de los años cincuenta, visitaba con cierta asiduidad al restaurante Mayte, primero de la serie que inauguró esta inolvidable y prestigiosa restauradora, a la que llegó a unirme una gran amistad. En él y con ocasión del cóctel que organicé en homenaje al actor asturiano Arturo Fernández, patrocinado por la firma González Byass, con la que trabajaba como relaciones públicas en asuntos del cine, conocí a EMMA PENELLA, en el cenit de su carrera artística. Recuerdo que mis ojos de provinciano recién llegado a la Villa y Corte, quedaron fulminados por la belleza y simpatía que irradiaba esta mujer, de la que era un gran admirador por sus películas vistas en mi Andalucía natal. Nada más presentarnos Manuel Sellés, el popular y querido compañero de la Agencia EFE, ya desaparecido, sentí la enorme sacudida de un tremendo flechazo que, platónicamente, secretamente, me ha acompañado a lo largo de los más queridos y dulces recuerdos de mi vida profesional. En uno de mis libros publicados “Confidencias de un periodista”, dedico un espacio destacado a esta mujer y a la impresión que me produjo desde el primer instante de conocerla. Es esa extraña y maravillosa vibración que se siente cuando una persona especial se adentra de forma muy íntima en tu vida, aunque sea una sensación que tu vives y recuerdas como algo secreto e inviolable. Seguro, que si le hubiesen preguntado a ella, no se acordaría para nada de ese chaval andaluz que bolígrafo y bloc en mano la entrevistó varias veces, mientras la miraba embobado y fascinado. Hasta su peculiar y algo afónica manera de hablar me gustaba de esta mujer que, seguro, Dios la tendrá muy cerca de El, para que con su desbordante simpatía, contagiosa humanidad y reconocida bondad le alegre la eternidad al Eterno. Enma para mi, fue la primera revelación que tuve en este Madrid de mediados del pasado siglo, de que aún en el ambiente falso y folletinesco del Séptimo Arte, se encuentran verdaderos ángeles y en eso estoy plenamente de acuerdo con lo manifestado por su entrañable y bonita hija. ¡Qué hermoso oir a una chica de nuestros días, hablar como lo hizo ella de su madre, resaltando los méritos de la misma, su bondad, su fe religiosa tan arraigada, su empeño en hacer felices a cuantos la trataban y favorecer con su optimismo y ternura a todos cuantos la precisaban¡. Pero lo más sorprendente y emocionante de esta hija, (¡Bendita la rama que al tronco sale!), era su serenidad, su expresión de dulzura, la ausencia de trágicos gestos y llorosas expresiones, porque hablaba con toda naturalidad de que su madre era un ángel y había ido al encuentro de su padre, Emiliano Piedra, que hoy precisamente, hacía 16 de años de su fallecimiento. ¡Menudo encuentro de almas enamoradas!. . Era mi amor más limpio y platónico de toda mi existencia. La primera mujer que me hizo comprender que ni Madrid era una especie de poblado del Oeste, ni las actrices, “pililis” que fuman y destrozan corazones. Ella nunca lo supo, pero ahí está escrito en mi libro, cuando ella andaba aún brindándonos su arte y simpatía, sin el menor complejo por su gordura ya de mayor, porque las grandes figuras que pasan a la leyenda de los inmortales, no tienen defectos, sólo son visiones que quedan permanente en nuestras mentes, donde quisiéramos tenerlas de por vida y en ese Más Allá en el que ella y yo creemos. ¡Descansa en paz mi admirada Enma y como ángel, vela por los que aún permanecemos en la tierra!.. LA ESPADA: Llegó de su Valladolid natal, creo yo, con una bufanda blanca al cuello, pelo negro y rebelde, voz potente, con ánimos de triunfar en este difícil foro madrileño y no encontró mejor solución que pasar las cortinas rojas del Café de Gijón. Era un desconocido, como la mayoría de los que en aquellas fechas frecuentábamos ese especie de “santuario literario”, buscando la ansiada oportunidad de dedicarnos a “nuestras labores”. Su voz grave y altisonante era audible en las mesas cercanas y hasta en las menos próximas. En su tertulia, pintores, escritores y poetas, la mayoría de ellos en rodaje. No debía andar muy boyante, pues más de un café no solicitaba en sus largas jornadas vespertinas. PACO UMBRAL, tenía mucha altura física e intelectual. Apuntaba desde sus inicios que llegaría lejos, que saborearía la gloria y la fama. Era un tanto altanero, como todos los autodidactas que escalan las cimas más difíciles y empinadas sin ayuda de nadie, con su propio y único esfuerzo y tesón. Era soberbio, porque podía permitírselo. Un genio indiscutible con todos sus defectos y virtudes, que no toleraba engaños y falsedades a su alrededor, ni servir de atracción de circos mediáticos donde quieren triunfar los periodistas sin futuro. “Si no hablamos de mi libro, me voy. Ustedes me dijeron que íbamos a hablar de mi libro y me han engañado”. Esas fueron sus palabras de protesta en un programa en directo de televisión, donde entre otros contertulios se hallaba Emilio Romero. A él nada le importaban quienes estuvieran, si era en directo, ni ninguna otra zarandaja. El estaba por encima de todas esas menudencias y absurdos protocolos. Con la claridad y autoridad que solo pueden utilizar los que están por encima de la medianía y no necesitan de ésta para nada. El asunto fue sonado y el libro, aunque no se citase en el programa, tuvo enorme difusión, aunque tampoco necesitaba de estas trampas y recovecos para vender sus genialidades. He de confesar que me hice lector de “El Mundo”, para no perderme la lectura de su diaria columna. Ha sido el único autor al que le he leído repetidas veces el mismo artículo, para saborear esa frase, esa consideración y hasta esa nueva y maravillosa palabra que él como nadie nos sabía obsequiar. Obtuvo todos los premios habidos y por haber, le dieron su nombre a calles y centros y se rifaban su amistad y condescendencia reyes, escritores, famosos y todos cuantos necesitaban una pluma brillante para que les resaltaran sus escondidos méritos. El no se casaba con nadie y le cantaba las cuarenta en bastos y espadas al Lucero del Alba, si esa noche se le ponía farruco. ¡Dios de mi vida qué daría yo por un poquito de tu saber y buen hacer!. Tan sólo hubo un fallo garrafal, imperdonable, incomprensible y extraño, que la Real Academia de la Lengua no le acogiera en su recinto con todos los honores que él se merecía. Ver algunos de los nuevos académicos y no estar Umbral entre los inmortales es el mayor fallo que ha podido cometer esa docta Corporación. Porque nunca pudo errar tanto la Academia, ni los oscuros vetos a su ingreso fueron más nefastos e injustificados. El, lo quieran o no esos señores que pulen, limpia y dan esplendor, ha pasado lleno de gloria a la inmortalidad y nada ni nadie podrá discutir su inestimable valía e indiscutibles merecimientos. ¡Mi admiración y condolencia a todos cuantos de una forma u otra lamentan su irreparable pérdida!. La espada ha retornado a su vaina, pero siempre, mientras viva un agradecido lector de sus magistrales artículos, Francisco Umbral, el “dandy” de nuestras letras y afilado censos de las imbecilidades ajenas, estará presente. El genio nunca muere, vive en sus obras eternamente.

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