lunes, agosto 20, 2007

Esteban Arlucea, Ambiente y derechos

Ambiente y derechos
20.08.2007 -
ESTEBAN ARLUCEA

Conviene recordar que el presente 2007 es el 'Año Polar Internacional', efeméride que coincide con el 120 aniversario del primero, que tuvo lugar allá por 1887. En este siglo y cuarto transcurrido los motivos de celebración, sin embargo, han variado notablemente. Si en esos años finales del XIX la naturalística recibía con júbilo lo que de descubrimientos aportaban estas regiones polares (antropológicos, metereológicos, magnéticos...), en la actualidad la celebración cobra tintes mucho más de denuncia que de entusiasmo cognitivo. En el marco de esta dinámica, el Día Internacional del Medio Ambiente tuvo este año por lema la situación medioambiental en esas regiones polares, fundamentalmente por representar un fascinante referente del estado ambiental del planeta y de sus derivaciones, sobre todo, para las personas. Estas zonas suponen una fotografía con la que contrastar su evolución a lo largo de ciertos períodos. El resultado es que (y al margen de interpretaciones del porqué) se están reduciendo las partes cubiertas por los hielos y que este deshielo traerá significativas consecuencias al planeta que agrandarán -si continuamos con el modelo de injusticia distributiva actual- todavía más las desigualdades entre unos y otros.Hasta aquí los hechos en una exposición necesariamente sintética. A partir de aquí las reflexiones sobre sus causas y secuelas para el ser humano (aunque también las tenga sobre el resto de diversidad biológica, como nos lo han recordado recientemente en el día internacional dedicado a ella).Para comenzar, insistamos con un ejemplo en una cuestión únicamente abordable desde el parámetro de la justicia, principio, por otra parte, instalado en nuestras sociedades y relaciones. Las proyecciones de futuro del deshielo polar coinciden en señalar una mayor incidencia sobre aquellas regiones que menos han tenido que ver en el mismo. Por ejemplo África, que tan sólo con el 3% de emisiones de CO2 desde 1900, supondrá uno de los peores escenarios. Este pronóstico debería conducirnos a ciertas reflexiones de las que, tanto los países desarrollados como sus ciudadanos, huimos por, como mínimo, incómodas.Pero dejando lo anterior en el aire, sí se me hace preciso tocar el tema de sus causas y de un responsable singularizado de ellas. Del plural del sustantivo se deduce que las mismas son variadas, aisladamente consideradas, pero también sinérgicamente contempladas. Pues bien, a pesar de la confianza en la objetividad que la ciencia inspira, no impera la unanimidad (aunque sí un consenso que podría calificarse de generalizado) sobre que dicho deshielo sea muy directamente consecuencia del cambio climático a que nos arrastran los efectos combinados de los gases de efecto invernadero, en gran medida liberados por el ser humano. Hace poco se podía leer en un periódico económico que 'era demagógico crear en la gente la expectativa de que el cambio climático depende de lo que el hombre haga o deje de hacer', lo que pretende inducir a asumir un determinismo en el que cualquier esfuerzo contrario a ese implícito abstencionismo liberal esté abocado a un irremediable fracaso. Sin embargo, la idea subyacente a tan interesado discurso queda desmentida -entre otras muchas- por las conclusiones de algo tan plural y consensuado como el Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC en sus siglas inglesas a las que durante este año nos hemos ido acostumbrando), compuesto por 2.300 expertos de 130 países, que ha ordenado sus trabajos en cuatro direcciones: determinación de la situación actual, realización de pronósticos, atribución de responsabilidades (la misma naturaleza, pero junto a ésta, y singularmente desde la industrialización, el ser humano) y elaboración de pautas de corrección, de lo que fácilmente colegimos la responsabilidad humana en la indemorable labor de enmienda de las causas antropogénicas de la situación.Respecto a las consecuencias para el ser humano de estos escenarios presente y futuro, poco ha trascendido del debate en torno al bienestar de las generaciones actuales y por venir. Si bien en la década de los ochenta asistimos a la generalización de la expresión 'dualización social' como compresiva de la tendencia apreciable en nuestras sociedades a polarizar la población en torno a poseedores y desposeídos, estos comienzos de siglo están consolidándola. Desde hace unas fechas los datos sobre marginalidad, pobreza absoluta y pobreza relativa, por un lado, y riqueza, por el otro, son los dos pilares de un puente en el que su intermedio cada vez es más frágil e inestable. Y esto implica una reformulación del estatus ciudadano que afecta a una necesaria manifestación de su dignidad: los derechos, con especial intensidad algunos de ellos.La anterior constatación vincula reflexión ambiental con reflexión sobre derechos humanos, vínculo que irradia todo su sentido cuando contemplamos derechos de subsistencia humana como vivienda, educación, salud y acceso al agua potable; estos dos últimos, manifestación sin ambages de un entorno cualitativo. Si estos derechos se encuentran en retroceso en las sociedades llamadas avanzadas (vivienda escasa, deficiente e inalcanzable; currículums educativos elaborados a salto de partido en el poder; incremento de patologías derivadas de los espacios ambientales que nos circundan; escasez de agua y paupérrima calidad de la misma en cada vez mayores zonas), su situación en los países subdesarrollados raya lo inimaginable desde nuestras, todavía, confortables sociedades. Hablar de derechos a estos dos tercios de la población mundial que están siendo esquilmados de todo aquel recurso que beneficie a Occidente y utilizados como depósito de nuestros residuos es pretender un diálogo de sordos. Y este debate ha de salir a la calle, porque las proyecciones a muy medio plazo avanzan un repunte de las desigualdades por mor de un endurecimiento de las condiciones ambientales principalmente propiciadas desde los países desarrollados que tendrá sus manifestaciones más acusadas sobre estos dos tercios de congéneres, y que, como estamos viendo, ya tiene reflejos en nuestras fronteras. Las oleadas de inmigrantes lo son únicamente para poder ejercer el primero y más vital derecho de todo ser humano, el derecho a la vida, que en sus países de origen les es negado o dificultado por, entre otros motivos, una calidad ambiental ínfima y, en muchos aspectos, ya irreversible. En este sentido, la solidaridad para con el resto se convierte en una fuente de implicaciones que debe hacer reflexionar sobre el modelo de sociedad mundial imperante.

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