domingo, agosto 05, 2007

Daniel Reboredo, Rusia, ¿el problema de Europa?

Rusia, ¿el problema de Europa?
06.08.2007 -

El decreto firmado por Vladímir Putin el 14 de julio suspendió la aplicación del Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales (FACE) en Europa y excusó a su país de las obligaciones impuestas por un documento firmado por veintiocho Estados del desaparecido Pacto de Varsovia y de la OTAN (París, 9 de noviembre de 1990, aunque entró en vigor en 1992), modificado para incluir en el mismo a treinta países y para que la OTAN siguiese ampliándose hacia la Europa del Este (Estambul, 1999), y que impuso restricciones armamentísticas en toda Europa a la par que equilibraba las fuerzas convencionales de ambos bloques militares al nivel más bajo posible en territorio europeo. Los argumentos rusos para ello son los planes estadounidenses de instalar un escudo antimisiles en la República Checa y Polonia, y la negativa de los miembros de la OTAN a ratificar la versión que se revisó del Tratado tras desmantelarse el Pacto de Varsovia, algo que la Alianza Atlántica justifica aludiendo a la irregularidad de las bases militares rusas de Georgia y Moldavia. De esta forma fracasan las conversaciones entre Bush y Putin en la cumbre del G-8 donde se pusieron sobre la mesa los temas más candentes de la política europea: el nuevo estatuto sobre Kosovo, el escudo antimisiles y la necesidad de reducir los gases de efecto invernadero responsables del calentamiento global.Rusia, a los casi 16 años de la desaparición de la URSS (21 de diciembre de 1991), ha cambiado, aunque los resultados son muy desiguales y mejorables. Cuando cayó el comunismo y la URSS se derrumbó, los dos se llevaron consigo no sólo un sistema ideológico, sino las coordenadas políticas y geográficas de todo un continente, después de que durante cuarenta y cinco años perviviera el incómodo resultado de la Segunda Guerra Mundial. Pieza clave en el tablero geopolítico mundial por su enorme potencial energético, el país redujo sus arsenales nucleares, permitió la colaboración de EE UU (su declarado enemigo) en Asia Central, se acercó a la OTAN después del 11 de septiembre de 2001 y pactó con ella una asociación estratégica para luchar contra el terrorismo mundial. La revolución de las mentalidades, a nivel personal y colectivo, es una realidad y los modelos familiares han cambiado radicalmente. Pero, por otra parte, el imperialismo de su política se sigue manifestando con determinación, la estrategia exterior bascula entre el pragmatismo y la nostalgia, el sistema económico ha derivado en un capitalismo autocrático y el régimen político de Vladímir Putin es todavía un híbrido de democracia y autoritarismo (poder personal, burocracia, reformas desde arriba, alianza con los países occidentales). El Gobierno de Putin ha puesto énfasis en la construcción de una nación rusa (renacimiento de la religión ortodoxa y la cultura rusa) y quizás por primera vez en su historia Rusia se acerca al Estado-nación.En la década de los años noventa del siglo XX, desde todos los ámbitos del espectro político se insistía en que Rusia era una gran potencia; afirmación que tenía varias interpretaciones, pero cuya unanimidad traslucía que no era sólo un país más y que su papel en el mundo en general y en la región euroasiática en particular iba a ser excepcional. Potencia nuclear, como ya señalábamos, artífice de importantes logros tecnológicos y culturales, con ingentes reservas de hidrocarburos y otros recursos naturales y uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, estaba convencida de que era diferente a las otras potencias medianas del mundo. El principal objetivo de Putin desde que se convirtió en presidente fue la normalización de la política exterior rusa. No debía tratarse a Rusia como a un país de segunda ni como a un posible desestabilizador, sino como una gran potencia más. El país, y sus dirigentes, intentaba, en la década de los años noventa del pasado siglo, avanzar desde su posición periférica hacia el centro, gesto bien acogido en Occidente aunque, en la práctica, algunos países (especialmente EE UU) siguieron obstaculizando su incorporación. Los problemas internos que padecía, en especial su poca solidez económica, la corrupción, la criminalidad y las divisiones políticas dificultaban aún más su integración.La política exterior rusa de finales de esta década se fundamentaba en una historia tergiversada y en una representación mítico-literario-poética de las alianzas tradicionales (torpes operaciones en los territorios secesionistas de Transdniester en Moldavia y de Abjasia en Georgia, guerra brutal de Chechenia, apoyo a Slobodan Milosevic, etcétera). Con Putin no tardó en surgir un nuevo realismo (aspiraciones y recursos) de la posición de Rusia en el mundo en el que existía un reconocimiento más claro de los límites del poder del país, lo que no significaba el abandono de sus aspiraciones como nación influyente en la esfera mundial. Trataba de concebir políticas que permitieran a Rusia superar su aislamiento y entablar buenas relaciones con Occidente, China y el mundo. Y lo consiguió mediante una tercera vía entre lo que muchos consideraban una humillante sumisión a Occidente muy característica de la política rusa de finales de la década de 1980, y la ostentación de poder que predominó a finales de los años noventa. Nueva vía basada en la superación de la visión idealizada que Rusia siempre ha tenido del mundo y en el reconocimiento de algunas crudas realidades: la OTAN estaba ahí y cada vez eran más los vecinos de Rusia que querían formar parte de ella, la economía no le permitía mantener aspiraciones de superpotencia, y la CEI no podía utilizarse como instrumento para la política rusa de engrandecimiento. Rusia pasó a ser una ferviente partidaria del orden político y económico internacional. Su espectacular decisión de apoyar la coalición contra el terror tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 se sumó a pasos anteriores y las colaboraciones y apoyos a EE UU en la guerra de Afganistán, el despliegue de tropas norteamericanas en Asia Central y en Georgia, el control armamentístico y la derogación unilateral de EE UU del Tratado de Misiles Antibalísticos, etcétera, reportaron muy pocos beneficios a Rusia, aunque acallaron las críticas occidentales a su guerra en Chechenia y al derrocamiento talibán en Afganistán por las fuerzas de la Alianza del Norte con su apoyo logístico y militar. El sentimiento de traición y escasa rentabilidad de sus acciones es una realidad en la Rusia actual. La mayor parte de los rusos están convencidos de que EE UU tramó, organizó y ejecutó la caída y desintegración de la URSS, no lo han olvidado ni perdonado y esperan pacientemente a que le llegue su hora. Deseo soñado que creen será una realidad más pronto o más tarde. Washington comenzó la escalada al retirarse en 2002 del Tratado de Defensa contra Misiles (ABM) que firmó con Rusia en 1972 y de seguir en esta tendencia, lo siguiente será el Tratado sobre Misiles de Alcance Medio y Corto. Como la citada ampliación de la OTAN a los países bálticos sorprendió a Rusia, al creer que se traicionaba el acuerdo al que había llegado cuando retiró sus tropas de los antiguos países del Pacto de Varsovia, era cuestión de tiempo que contestase con una respuesta eficaz y ahora lo ha hecho. La Rusia postsoviética no ha sido un país fácil para Occidente. El aumento de ingresos por el petróleo y el gas (la mitad de las centrales nucleares norteamericanas y el diez por ciento de su energía se produce con combustible ruso), la mejora del nivel de vida de la población y la popularidad de Putin, combinadas con un resentimiento popular por la reducción del estatus y del tamaño del país, ha fomentado la irritación hacia el mundo exterior. Pero a lo largo de este artículo hemos podido comprobar que Occidente ha ayudado muy poco a la disposición rusa. En la Europa democrática del siglo XXI Rusia se encuentra todavía desorientada y busca su ubicación definitiva. De ahí que juegue la baza energética para financiar su Ejército y volver a ser una gran potencia. De ahí que quiera llevar a cabo una negociación más amplia sobre su papel en el concierto mundial y frenar la ampliación de la OTAN hacia el Este. Aunque sus perspectivas de futuro no son nada claras todavía, la Rusia de Putin quiere restablecer como mínimo una esfera de influencia en el Cáucaso, en Asia Central y también en Europa oriental, algo a lo que se oponen frontalmente los países que estuvieron en la órbita de la URSS. Putin no se da cuenta que en estos momentos el principal enemigo ruso no es EE UU, ni la OTAN, sino la fragilidad demográfica y social de un país que está hipotecando su futuro (desde el año 2000 han muerto casi 4 millones de rusos por las deficientes condiciones sanitarias del país) y que a día de hoy no han sabido subsanar. Putin y sus dirigentes deben ser capaces de invertir esta tendencia o dejarán al país lastrado para siempre, ya que democracia y demografía van más unidas de lo que se cree. Occidente, por su parte, debería hacer un gesto simbólico importante para que los rusos no se sientan abandonados y desarrollen, aún más, una frustración que se convertirá en odio a todo lo que representa Europa.

No hay comentarios: