martes, agosto 07, 2007

Daniel Martin, Hacer el agosto

martes 7 de agosto de 2007
Hacer el agosto Daniel Martín

Si Mr. Scrooge, el protagonista de Cuento de Navidad de Charles Dickens, viviese actualmente, no sería un inglés de Benidorm, Torrevieja, las islas Baleares o la Costa del Sol. Renegaría de tales destinos y agosto lo aprovecharía para quedarse en casita que, sin duda, es donde mejor se está, más aún durante este mes. Sin embargo, los demás, que nos creímos el final del cuento del genial novelista inglés, salimos en tropel para hacer un gran canto coral al gregarismo. Agosto significa integrarse en la masa, difuminarse en el mogollón para, en teoría, disfrutar del ansiado, a veces merecido, descanso vacacional. Pero, ¿cuándo se descansa de las vacaciones?
En el tebeo Asterix en Hispania, el ingenioso galo y su compañero Obelix se quejaban de los precios de la turística provincia romana. Goscinny, el belga que parodió como nadie el chovinismo francés, retrató visionariamente el gran mal de los veranos españoles: los restaurantes están siempre llenos, los atascos son infumables y los precios, más que de temporada alta, homenajean a hombres como Luis Candelas o Roque Guinart. Resulta curioso que nos guste tanto salir en agosto, cuando la relación calidad\precio es infinitesimal. Algunos hacen su agosto, y otros caemos en la gran conquista sindical de las vacaciones pagadas... a otros.
Escribo esto porque, aunque ya no se suele colapsar el país tanto como antaño, en agosto España, como país, parece cerrar sus puertas para abrir el gran cofre de la primera industrial nacional: el turismo. Y ahora, la mayoría de los restaurantes y hoteles, si bien suben sus precios, no contratan como antes a temporeros que sirvan para afrontar la crecida agosteña. Por eso ahora se tarda más en comer, los platos llegan fríos o requemados, y hay más cabreo que satisfacción. Tenemos que disfrutar de las vacaciones, que es lo aconsejable, pero es difícil cuando el camarero de turno no se ha duchado y te mira con malos ojos –sobre todo si eres madrileño–, la señora de la mesa de al lado grita a su marido para que deje de comer con las manos, su hijo mayor pasa corriendo a tu lado cada dos por tres, el mediano se pasa el almuerzo jugando con la Nintendo a todo volumen y el bebé llora cual Caballé cazallera reclamando que le mimen y malcríen un poco más. Esto, ciertamente, era más soportable cuando los padres educaban a sus hijos en lugar de negociar con ellos.
El declive moral de nuestra sociedad afecta sobremanera a las vacaciones. De ahí que los hosteleros y restauradores, en plan “neocon”, busquen el beneficio sin importar la calidad del producto y la satisfacción del cliente. Y los turistas y domingueros campan por sus respetos, que hoy el prójimo es una molestia antes que un semejante. Si a eso unimos que en lo único que ha mejorado la oferta turística es en más edificios y más altos, nos damos cuenta de que estamos como cuando Fraga en Palomares pero con más gente, mayor agobio y nacientes instintos asesinos.
Claro que eso no es nada comparado con los peligros que conllevan los agostos del siglo XXI. La carretera —aunque la DGT nos vigile, por mor de las multas, cual banda mafiosa— es un enorme cementerio. Este año he visto numerosos ramos de flores en los arcenes, y es que son muchos los que han perdido a seres queridos en nuestra maltrecha red vial. La salmonella, afortunadamente, ha perdido pujanza, pero ahora es más probable que un incendio te fastidie las vacaciones. Por no hablar de las medusas, los vertidos tóxicos y las deposiciones infantiles que atacan sin piedad playas y piscinas.
Peor aún es la violencia latente que caracteriza nuestros días. Si no es un portero el que te parte la cabeza cuando sales de copas, un envidioso te ralla el coche o te pincha las ruedas, un ladrón te deja sin bolso ni cartera o un cabrón roba y asesina a una niña porque se ha pasado con el alcohol y la droga. Por no hablar de la ya constante amenaza terrorista que, trágicamente, ha ganado la batalla y ha convertido, sobre todo en los aeropuertos —en especial los de Estados Unidos—, en sospechoso a cualquier ciudadano, sin importar si es musulmán o no. Agosto, aparte de gastos, conlleva cierto terror que pagamos más los justos que los pecadores.
Ante tamaña situación, no es extraño que nuestros políticos desaparezcan. Aunque algunos hacen sus bolos —como Zapatero en Canarias, donde cantó ante un auditorio vacío, o De la Vega en las Galápagos, donde adoptó una tortuga gigante a la que bautizó como Fausto (¿has vendido, María Teresa, tu alma a algún diablo?)—, lo normal es que no los veamos. Si yo fuese uno de ellos, también querría huir de la situación social que vivimos y que ellos ni siquiera tratan de arreglar. Por eso dejan que, por lo menos durante un mes, la Familia Real sea la protagonista.
Si no consigues quedarte en casita, lo mejor de las vacaciones es el regreso al hogar. Sedentarios desde el Neolítico, aunque ahora de nuevo proliferen las tribus de bárbaros nómadas y destructivos —okupas, terroristas, antiglobalización, etc.— en casa encontramos la impresión de estar protegidos que, en los tiempos que corren, tan difícil es de lograr. Algunos dicen que esto es el progreso, pero otros pensamos que, en el fondo, en la Edad de Piedra había más sentido de lo social y de lo ético. Cuestión de gustos, supongo.
dmago2003@yahoo.es
Siguiente artículo >>

No hay comentarios: