jueves, agosto 23, 2007

Chivite, El perro

El perro
24.08.2007 -
F. L. CHIVITE f.l.chivite@diario-elcorreo.com

Las cosas estaban saliendo bastante bien. Lo que, en vacaciones, equivale a decir que no pasaba nada digno de mención. Hasta que al tercer día llegaron los vecinos del bungalow de al lado. Ellos y el perro. Una cosa son los vecinos de siempre. Ésos a los que uno conoce y soporta cabalmente. En cierto modo, podría decirse que una parte importante de nuestra salud mental depende directamente de cómo hayamos sido capaces de establecer nuestras relaciones con los vecinos. Porque se entiende que los vecinos son permanentes y eso es serio. Uno no puede hacer como que no los ve (o como que no los oye), un día tras otro. Durante años y años. Eso es de locos. Pero luego está esa otra clase de vecinos: los provisionales. Gente con la que te encuentras de repente y como por casualidad. Tipos con los que vas a convivir durante apenas unas semanas de verano. Y a los que probablemente no vuelvas a ver en toda tu vida. Bueno, pues llegaron: un matrimonio de unos cincuenta años. Sin hijos. O con los hijos crecidos. Pero tenían un perro. O algo así. Llevaba bragas y lazo. Aunque quizá sea más exacto decir que era el perro el que los tenía a ellos. Eso me temo. Porque si una cosa estaba clara es que ahí mandaba el perro. El dueño de la situación era él. Muchos de mis lectores tendrán perro, claro. Me doy perfecta cuenta. Y quiero que sepan que yo no tengo nada contra los dueños de perros, ni ninguna otra clase de animal doméstico. Me parece muy bien. Seguramente son criaturas encantadoras. Y muy inteligentes y leales. No. Yo me estoy refiriendo sólo a ese perro. Y a todos los que como él son víctimas de unos dueños aproximadamente neuróticos. El animal gemía como un ser humano por las noches. Apenas sabía ladrar. O lo había olvidado. En cambio había aprendido a imitar ciertos sonidos humanos quejumbrosos que ensayaba por las noches sin descanso. Parecía un bebé. Supongo que intentaba partirnos el corazón. Pero lo cierto es que nos crispaba los nervios. Como los políticos profesionales. Sus dueños le hablaban como a un niño malcriado. Lo besaban en el hocico y le surtían de toda clase de golosinas. Sus alaridos cuando le picó una avispa se hicieron famosos en toda la urbanización. Y los cuidados que los dueños prodigaron al mimoso hicieron que me volviera a plantear mi fe en la Humanidad. Desde que llegaron no hubo manera de evitar que nuestras vidas giraran en torno al dichoso perrito. En torno a sus temores y caprichos. Son cosas que pasan en la vida, supongo. Ahora lo recuerdo como una anécdota, pero en su momento llegué a pensar que la estupidez humana no es algo estático, sino que va a más. Y crece día a día. Alcanzando cotas insospechadas hace sólo unas décadas.

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