miércoles, agosto 08, 2007

Carmen Planchuelo, Casi rozando el Infierno

jueves 9 de agosto de 2007
Casi rozando el Infierno
Carmen Planchuelo
S I ustedes buscan en Google la palabra Salaspils, les llevará -entre otros muchos enlaces- a la prodigiosa Wikipedia y ésta les informará de que es una población a 18 kilómetros de Riga, capital de Letonia y que en el censo del año 2000 tenía una población de 21,106 habitantes, además de encontrarse a las orillas del río Dugava; por supuesto hallarán toda la información precisa sobre su historia y desarrollo, yo no les voy a robar el tiempo hablándoles de nada de esto sino de Salaspils cómo campo de concentración. Un verano de hace unos pocos años, un grupo de amigos decidimos viajar a los Países Bálticos y desde ya y desde ahora y desde este momento, les animo a que, si no los conocen, no dejen de hacerlo antes de que el turismo de masas los maltrate, piensen en nuestras costas; las pobres. Pues bien, como les decía, entre los lugares de Letonia que visitamos uno de ellos fue Salaspils. Recuerdo la inmensa estación de ferrocarril y el desvencijado tren en el que viajamos, y sobre todo lo que me viene a la mente de aquel corto e inolvidable trayecto, es tanto la puntualidad del tren cómo la amabilidad de los naturales del país. Aprovecho estas líneas para comentarles que las gentes del norte son expansivas, cálidas y muy sociables, eso sí discretas y no ruidosas, al menos en sus tierras. Viajando uno va destruyendo tópicos falsos y repetidos hasta la saciedad. Sigamos. Nos sentamos en un banco de madera y enseguida todas las miradas se posaron sobre nosotros. Despertábamos curiosidad. Supongo, bueno, no, no “supongo” sé que éramos los únicos extranjeros del tren, mi acompañante no difería demasiado del resto de la población letona: alto, rubio, de piel clara y ese aire un poco etéreo que tienen las gentes de lo más alto de Europa, “difería” sí, en su indumentaria de occidental acomodado; yo llamaba más la atención pues más que parecerme a las delicadas mujeres bálticas, semejo a las de raza gitana… una pareja la mar de contrastada. Antes de que abriéramos la boca para preguntar dónde estaba la parada de Salaspils, un joven se nos acercó a indicarnos que nosotros no íbamos a Salaspils-ciudad sino al Memorial del Campo y que por lo tanto nuestra parada era la anterior a la población, un lugar llamado Darzini. No es que el joven fuera adivino, es que un extranjero que toma esa línea de tren sólo tiene un destino. Contado así parece de una simpleza absoluta pero he de decirles que entre el rubio muchacho y nosotros no existía lengua común, que en aquella conversación participó todo el que quiso acercarse y tuvo algo que decir, que la revisora -una matrona de las que infunden confianza- nos ayudó todo lo que pudo, y que cuando ya quedó claro que estábamos informados y no había peligro de pérdida o de confusión por nuestra parte, los solícitos viajeros volvieron disciplinadamente a sus bancos de madera con la idea del deber cumplido. De aquel viaje este episodio es de las cosas que más profundamente se me quedaron pegaditas en el corazón pues a pesar de ser distinta a todos los demás me sentí, como pocas veces me he sentido, parte del mundo. Cuando llegamos a Darzini algunos se bajaron también allí y los que continuaron viaje nos despidieron con sus limpias sonrisas. Darzini es tan sólo un apeadero, no hay nada de nada pero en él confluyen los caminos que atraviesan el bosque cercano; por uno de ellos y siguiendo a un campesino que también viajaba en el tren, nos adentramos en el oloroso bosque de pinos y abedules. No había nadie más, ni un sonido que no fuera el piar de algún pájaro o el de nuestras huellas, ni una casa, tan sólo el sencillo camino de tierra color azufre. El campesino se volvió y con un gesto de su brazo nos indicó que debíamos seguir que él se desviaba y desapareció. A medida que andábamos se empezó a escuchar un extraño sonido, como de picar piedra; seguimos caminando y por fin llegamos al campo, al Memorial del campo para ser más precisa y el sonido aumentó. A lo lejos vimos una casa y un perro negro dormitando. Un indicador de madera nos mostraba por donde iniciar el recorrido. Posiblemente muchos de ustedes conozcan los campos de concentración nazis, yo también he visitado alguno, y seguro que no han olvidado las horcas, los hornos, las verjas, los alambres espinosos y los altos muros, todo esto se ve nada mas penetrar en ellos, es inmediato ese sentirse sobrecogido, brutalmente vuelves a lo visto en el cine y piensas que “eso” no es un plató, que “eso” no es un decorado, que esa tierra que tú pisas guarda miles de pasos ya muertos, que el horno que visitas consumió cuerpos, que se convirtieron en humo y ceniza, y que esos mismos reposaron una vez, hace muchos años, tantos que tú ni habías nacido, en los camastros de madera de los barracones que limpios y sin pulgas nos recuerdan el criminal pasado. Casi siempre en los tableros de las literas, de las mesas, de las paredes descubres nombres, símbolos, signos de los que allí penaron en sus últimos años. En Salaspils no ves nada de esto, no hay muros, lo que ves nada mas llegar es una inmensa explanada verde por unas zonas y de piedra por otra, rodeada de bosque, a la derecha un edificio a modo de museo que cuenta la historia del campo y a la izquierda y muy a lo lejos las estatuas de las que enseguida les hablaré. Aquella mañana el lugar era visitado por un grupo de escolares, su profesor les iba hablando y ellos apuntaban en los cuadernitos las explicaciones de esta clase “in situ”. El joven maestro debió pensar que así no se les olvidaría nunca que Letonia, después de una efímera independencia en los lejanos días de 1918, fue invadida por los nazis, que como todo invasor que se precie, arrasó y masacró a la población autóctona y a los que quedaron vivos –y pudo pillar- los metió en este campo (1941-1944), que fue considerado cómo de “educación y trabajo”: AEL ó Arbeits und Erziehungslager. Solamente en las fuentes históricas rusas se le denomina “campo de concentración”. Aquí no sólo fueron martirizados los letones, sino también miles y miles de niños rusos y todo disidente molesto. Los jóvenes letones apuntaban, escuchaban y luego entraron en el Museo, un espantoso edificio puro estilo soviético (qué afición al gris y al cemento ¡Señor!) pues he de decirles que al ser derrotada Alemania, y cómo ustedes ya saben, Letonia no recobró su independencia sino que cayó en las fauces soviéticas de las que afortunadamente ha podido ya escabullirse junto con las demás repúblicas bálticas. En 1967 los rusos remodelaron este campo para perpetuar el “no olvido” del terror nazi, nadie en su sano juicio cree que fue hecho en honor a los muertos pues si así hubiera sido, los soviéticos también habrían entonado su mea culpa y la lista de victimas sería interminable. En el museo del campo se habla de las atrocidades nazis pero no de las que los hijos de la Madre Rusia en nombre del proletariado, la libertad y la igualdad cometieron contra una población ya diezmada por el anterior invasor, ya se sabe que la Historia la escribe el vencedor y según su interés, estoy segura que estos pequeños letones jamás olvidarán esta lección aprendida en un lugar donde posiblemente más de uno tenga “desaparecido” algún ancestro. Cuando los niños se marcharon, nosotros nos quedamos paseando por las galerías viendo las fotos. En un momento determinado, sentí a mi lado un ligero temblor y el sonido de un llanto roto, levanté los ojos y vi cómo mi acompañante lloraba amargamente por sus muertos, por su familia rota, por el país de sus padres, que tuvieron que abandonar precipitadamente simplemente por el hecho de ser letones de pura cepa y no querer vivir bajo la bota soviética y la mirada recelosa de la nueva población. Me sentí conmovida pues ver llorar a un hombre a mí me emociona mucho, nosotras somos mucho más dadas a la lágrima y las derramamos con gran facilidad, quizás somos más espontáneas a la hora de mostrar nuestras penas. Cuando a mi compañero se le pasó el llanto, le cogí por la cintura, salimos del museo e iniciamos el paseo por la verde explanada. Montones de rosales ocupaban los antiguos lugares de tortura y poco a poco fuimos aproximándonos a las gigantescas estatuas, un extraño grupo escultórico que si en la distancia parecía atrayente, en la cercanía causaba espanto y sobrecogía el corazón. Estas estatuas de cemento gris y esculpidas con el inconfundible estilo soviético de como “a machetazos”se deben -en el diseño no en la ejecución-, a Ernst Neizvestny. Son tan inmensas como la soledad y la tragedia de la que hablan, parece que eso es lo quiso expresar el escultor, el cual a su vez, fue víctima de la política cultural imperante en el momento y sin mas, le robaron las ideas y las esculturas fueron realizadas por artistas más afectos al régimen. Les describo someramente cómo son: “El Resistente”es un hombre que medio levanta su torso de la tierra, a su lado “La Solidaridad” un grupo de hombres puño en alto (a fin de cuentas se hizo bajo mandato comunista); no falta “Una madre” con sus hijos pequeños y una figura que a mí me impacto más que las demás “La Humillación”: una mujer de rodillas. Las caras de todos ellos son trazos espantosos cómo el dolor que gritan, no son fácilmente olvidables. Más rosas, más arbustos cargados de frutos silvestres, los pájaros aquí no cantan pero el sonido de picar piedra sigue, cada vez es más potente, está más próximo, ¿quién pica piedra?, hoy nadie lo hace pero cuando el campo estaba en total funcionamiento esta era una de las actividades de los presos: picar y picar la piedra del lugar y por eso para que no se olvide y como único sonido del campo fue construido El Metronomo una enorme pieza de mármol negro que reproduce el sonido del trabajo de picapedrero. El librito que llevábamos explicaba la técnica con la que fue hecho para conseguir este sonido. Nos acercamos y escuchamos devotamente, sobre la losa negra quedaban restos de flores secas, alguna ofrenda antigua. No sé cuanto tiempo estuvimos paseando en silencio por el lugar, sé que hicimos fotos que ahora están aquí en mi mesa, junto a mi pantalla lo mismo que el diario que escribí durante aquel viaje, para recordar lo susceptible de olvido. Vagando por el lugar se nos hizo la hora de regresar a Darzini y de nuevo coger el tren de vuelta pero... nos perdimos, no encontrábamos el camino, todo era muy parecido, los rosales, abedules, pinos que de alguna manera impedían la vista del camino de vuelta, nadie a quien preguntar, el sol ya muy alto iluminaba la llanura en su inmensidad. ¿Y si perdíamos el tren? Sabíamos que sólo había uno de regreso a Riga, menudo panorama olvidados en un antiguo campo de concentración y sin móvil para llamar al resto del grupo; y entonces recordé la casa y en mi mente la volví a ver no muy lejos del museo y pensé que sería el hogar del guarda que a esa hora estaría comiendo así que... con un suspiro de tranquilidad nos dirigimos al museo. Efectivamente allí estaba, sí un poco distante, pero podíamos ver las gallinas picoteando en el yermo suelo, el perro negro junto a la puerta y unas pocas flores en latas a modo de macetas y yo... pues yo, que soy imprudente, poco reflexiva (por no decir atolondrada a veces) y que suelo vivir con un pié en la otra realidad pues sin pensar, me lance hacia la casa alegremente cual Dorothy sobre los ladrillos amarillos pero a mi vera no aparecieron los amables compañeros de la niña de los zapatos mágicos... no, no, nada de eso, mientras yo corría hacia la casa vi cómo el perro negro se levantaba y se dirigía a mi, que cariñoso pensé. En un segundo todo cambió: oí sus ladridos feroces multiplicados por mil en la soledad de campo, vi su boca babeante de dientes amarillos, me di cuenta de que venía a mi encuentro para saltar sobre mi. Me di la vuelta y sentí que el perro me perseguía pero ¿el maldito animal no tenía cadena?- me decía a mi misma mientras trataba de correr lo más deprisa posible-. Aterrada, corrí y corrí y sentí el mismo miedo que todos los muertos de aquel campo espantoso, jamás había sentido tanto pavor, el perro ladraba cada vez más cerca de mi, las piernas me pesaban de puro miedo, no lograba avanzar y de repente me caí de bruces en el terroso suelo. Sobre mi la inmensa sombra del animal y el repiqueteo incesante de los picos machacando la piedra. Pensé que irremediablemente sería mordida y destrozada a dentelladas por aquella mala bestia negra, que parecía haber regresado de su anterior vida en los años cuarenta, los de la invasión. Pude ver al resto de los prisioneros del campo inmovilizados por los soldados y sin poder hacer nada por mi, vi a otras mujeres acorraladas como yo y con mi mismo rostro de terror, pude sentir lo que es ser perseguida y no tener ninguna esperanza de salvación, estar sangrando con las rodillas desolladas, la ropa desgarrada y mi pobre cuerpo a merced del salvajismo de un animal entrenado para matar... pero no fue así, la cadena, la larguísima cadena retuvo al animal bruscamente antes de que hincara sus colmillos en mi aterrado cuerpo, cerré los ojos y al abrirlos de nuevo vi que, en lugar del monstruo, tenía a mi lado a mi acompañante que había acudido corriendo alertado por mis gritos, tan muerto de miedo como yo. Me abrazó, me cogió en sus brazos para calmarme y me sacó de allí por el camino que había descubierto mientras yo me dirigía en busca del guarda. El perro quedó atrás ladrando y lamentando no haber podido degustar un trozo de carne extrajera. Puntualmente llegamos al apeadero, poco a poco empezaron a surgir gentes de los caminos del bosque, algunos viajeros regresaban a la capital después de pasar el día en el campo, cargaban cestas de mimbre, flores, paquetes. Entre ellos el muchacho de la mañana y el campesino que nos indicó el sendero del Campo. Fue un regreso feliz pero con una experiencia más y nueva para mí: el sabor del miedo.

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