lunes, agosto 27, 2007

Angeles Irisarri, La Mezquita de Cordoba

lunes 27 de agosto de 2007
La mezquita de Córdoba
POR ÁNGELES DE IRISARRI
Mientras no lo tergiversen, que todo es posible, el 29 de junio de 1236, día de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, el rey Fernando III de Castilla entró triunfante en Córdoba, conquistándola para siempre.
El asalto a la ciudad mora, que había sido la capital de al-Andalus durante los siglos del emirato y califato, lo inició, por su cuenta, un piquete de caballeros castellanos, de los llamados de frontera o almogávares, que tenían por oficio correr moros o escalar, al amparo de la noche, los muros de castillos y ciudades, para entrar en el recinto como verdaderos demonios, sorprender a la guarnición y a los habitantes, arrebatarles todo lo bueno que tuvieren y pedirles rescate por su libertad, so pena de reducirlos a esclavos.
Los asaltantes de Córdoba accedieron a la muralla por la parte de la Ajarquía, pues que más parecían hombres arañas, y se hicieron con el arrabal. Cuando los habitantes de la medina se apercibieron del hecho, en un primer momento, arrojaron flechas, lanzas, piedras y aceite hirviendo a los cristianos, pero luego no se pusieron de acuerdo entre ellos, pues unos hablaron de capitular y otros de pedir socorro al rey Ibn Hud, que no se lo dio, porque los taifas de al-Andalus estaban desunidos y en aquella tierra no había más que jaleo, hasta tal punto que, a menudo, las gentes no sabían a quién obedecer.
Pues que primaban las ambiciones personales sobre las generales, dado que los reyes y reyezuelos se querían arrebatar entre sí, lo que había sido de todos, primero, bajo la dirección de un emir y, luego, de un califa. A más, que habían venido a la Península tribus africanas a ayudar contra los cristianos o a desayudar, pues de todo habían hecho, trastocando el sentir andalusí, o acaso todo comenzó a truncarse, después de la muerte de Almanzor, para desmoronarse en pocos años.
El caso fue que los cristianos de Castilla obedecían a un rey, en este tiempo a don Fernando, que había unido en su persona Castilla y León, y aconteció que los caballeros, que estaban asediando Córdoba, le pidieron auxilio para poder arrojar al moro de la ciudad, pues eran pocos, y el señor rey no se lo pensó dos veces, a más que ya se habían personado para prestar la ayuda necesaria los tenentes de varios castillos de por allá. Así las cosas, don Fernando se presentó con sus ejércitos ante los muros de la ciudad y estrechó el cerco, tanto que los moradores, sin nada que comer y sin ayuda exterior, capitularon, es decir, que, vencidos, se rindieron, y los que se quisieron quedar, se quedaron, y los que se quisieron ir, se fueron, con lo que se pudieron llevar.
Desde ese día y año, mientras no lo cambien, que es muy posible, la ciudad de Córdoba se integró en el reino de Castilla. Los castellanos, como vencedores que eran, procedieron como acostumbraban a proceder: a cristianizar el lugar. Seguramente, lo primero que hicieron fue tornar al culto cristiano la mezquita mayor, que estaba levantada sobre la vieja iglesia visigoda de San Vicente, destruida por los musulmanes a poco de la invasión.
Y, seguramente, fueron los almogávares, que habían iniciado la conquista, los que tuvieron el privilegio, pues que experiencia no les faltaba, de trepar, como arañas, por el alminar y colocar en el pináculo una cruz y las albendas de Castilla, ante la mirada atónita de las gentes que, siguiendo al ejército, habían ido a la repoblación de la ciudad. Las mismas que participaron en las fiestas subsiguientes, y oyeron misa en los altares que se improvisaron en todos los rincones de la urbe.
Por suerte, la mezquita mayor de Córdoba no fue reducida a escombros para levantar un nuevo templo alto, muy alto, con vidrieras y rosetones que dejaran entrar la luz en él, construido al nuevo estilo -al estilo gótico-, que tantos y tan excelentes frutos daría en España. Por suerte, entraría el señor rey en la mezquita, precedido de varios obispos y seguido de sus parientes y caballeros, y todos a una voz -tal cabe pensar- decidirían consagrarla como catedral y dejarla estar, posiblemente maravillados de su arquitectura y deseosos de dejar tan magna obra para deleite de la posteridad. Por suerte también, aquellos hombres, los principales del reino, con la aquiescencia de la gente menuda, no entraron en Córdoba a sangre y fuego ni en la mezquita con la piqueta en la mano, cuando bien pudieron hacerlo, pues no en vano eran los vencedores. No obstante, llevaron a cabo algún cambio, lo justo para cristianizar el recinto y colocar los altares, las imágenes, los sagrarios, etcétera.
La reforma radical del edificio -llamémosla así-, la llevó a efecto el obispo don Alonso Manrique a principios del siglo XVI, que, a despecho de los cordobeses, obtuvo licencia del rey, a la sazón Carlos I, para erigir el crucero y la capilla mayor, hoy existente.
Se cuenta que en la visita que realizó el emperador a la ciudad en 1526, al contemplar las obras realizadas, dijo: «Yo no sabía que era esto, pues no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo; porque habéis lo que puede hacer en otras partes, y habéis deshecho lo que era singular en el mundo».
El caso es que, pese al paso de los siglos y al obispo reformador, en la mezquita de Córdoba todavía queda mucho de la construcción árabe y sigue asombrando a los visitantes. Que los conquistadores cristianos no fueron bárbaros, sino gentes sensibles, capaces de apreciar, no sólo lo «antiguo», sino la maravilla. Que el obispo Manrique hizo lo que hizo, quizá llevado del ansia de construir, pues que bien pudo no conformarse con levantar una capilla con altar y reja para su sepultura, y quiso hacer más, para quedar en la memoria para siempre jamás. Que, desde 1236, ha habido culto cristiano, hoy dicho católico. Que, en consecuencia y nada más sea por el derecho consuetudinario, que continúa teniendo su valor, pertenece a la Iglesia Católica y a todos sus fieles. Que hasta a lo mejor el edificio paga el impuesto de bienes inmuebles, el famoso, y doloroso, IBI. Que la conquista de Córdoba, y la consagración de la mezquita, fue un episodio más de los muchos que protagonizaron cristianos y musulmanes, a lo largo de ocho siglos en los que vivieron en un mismo solar, bajo el mismo sol, bajo la misma luna, con sus guerras, sus treguas y sus paces.
Con todo y con esto, me parece absurdo, por no decir estúpido, que determinadas autoridades españolas den pie y consientan las manifestaciones de un sujeto, de nombre Mansur, el mismo de aquel Almanzor, cuyo recuerdo amargó en la boca durante mucho tiempo a los cronistas cristianos que, siendo presidente, o lo que sea, de una asociación islámica, a saber pagada por quién, pretende que los musulmanes puedan volver a celebrar culto en la mezquita.
Como si fuera el edificio suyo, como si no tuviera dueños, como si no fuera de otros, cuando, mientras no cambien la Historia, la ganaron nuestros antepasados cristianos y la perdieron sus antepasados moros.
No sé por qué este Mansur pretende lo que pretende. Cierto que es una voz más de la estulticia generalizada en la que nos condena a vivir la clase gobernante, que da oxígeno a peregrinas iniciativas y no silencia a las organizaciones que reclaman la propiedad de la vieja al-Andalus o la ciudadanía española para los descendientes delos moriscos.
ÁNGELES DE IRISARRI
Novelista

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