martes, julio 31, 2007

Rafael Rubio, El Sadhu de Burgos

martes 31 de julio de 2007
JULIÁN CAMPO
El Sadhu de Burgos
Por Rafael Rubio
Thornton Wilder se preguntaba en "El Puente de San Luis Rey", extraordinaria narración recientemente defenestrada por el cine, sobre los "caprichos" de la muerte. Su protagonista, el hermano Junipero, investigaba a fondo la vida de cinco personas que se habían el precipitado al abismo el viernes 20 de julio de 1714, a mediodía, tras el puente más bonito de todo el Perú.
Era "una mera escalerilla de delgadas tablas con pasamanos de sarmientos secos" en el camino real entre Lima y el Cuzco, que había sido tejido por los incas con mimbres más de un siglo antes y "parecía ser una de esas cosas que duran eternamente". Su objetivo era tratar de demostrar en el laboratorio de la vida la respuesta a la pregunta sobre si los porqués de la vida y la muerte responden con exactitud a los mecanismos escondidos de un plan divino o no somos más que monigotes en las manos de un destino que depende del yo y sus circunstancias a partes iguales.
Se trata de una de esas preguntas eternas que vuelve a ser actualidad tras un accidente ferroviario como el del pasado día 21 de agosto en Villada. Una vez más la historia no deja de imitar a las novelas y la vida de Julián, una de las víctimas, hubiera merecido un lugar destacado entre los personajes de la magnífica novela del escritor norteamericano.
Sólo vi a Julián una vez en mi vida, en la casa que las monjas de la Madre Teresa de Calcuta tienen en Madrid. No tuve la suerte de coincidir con él en Calcuta. Aunque tenía allí su casa aprovechaba los veranos, en los que las casas de las Misioneras de la Caridad se llenan de voluntarios, para tomar un respiro en su España natal. Pronto descubrí que él nunca dejaba de estar allí, su presencia era una referencia continua en la labor de los voluntarios.
Como esas personas que se mimetizan con su alrededor Julián se parecía cada vez más a esos sabios indios que contemplan la vida pasar en las aceras de cualquier ciudad india, y que van acumulando sabiduría, bibliotecas andantes del conocimiento ancestral. Era un asceta de tupida barba, era un sadhu, que como los sadhus verdaderos parecía haber renunciado al mundo exterior para vivir sólo del alma. Y por eso, por paradójico que pueda resultar, desde que pisó Calcuta por primera vez, tras el habitual shock inicial, se había puesto manos a la obra. Nunca se pudo marchar, y sin dejarse llevar por el lamento inútil o el fatalismo paralizante que produce la inmensidad de penas, dolores y necesidades que forman la vida diaria de la ciudad, pronto empezó a poner en práctica los consejos de la Madre Teresa de Calcuta, para la que sólo con gotas de agua se puede llenar el océano.
Nunca fue solidario de pegatina, pancarta y discurso oficial. Sin querer ser protagonista de nada asumió desde el principio que lo que veía y vivía a diario era también su problema. Como su maestra, la Beata Teresa de Calcuta, medía la eficacia de la labores asistenciales por la cantidad amor que cada uno pone en su labor, la fórmula secreta de la labor de las Misioneras de la Caridad, que hace que todos los que reciben su ayuda se sientan únicos e irrepetibles, personas en un mundo que se empeña en tratarles como animales, o como números, que aunque no es lo mismo es casi igual.
Julián se enfrentaba cara a cara con la muerte a diario, en su labor en la estación de Howrah, ese cementerio de elefantes al que llegan a morir las gentes del campo y en Kalighat, el centro de enfermos terminales e indigentes, el primero de los más de 700 que la Madre Teresa fundó por todo el mundo y por el que sentía especial predilección. Allí intentaba curar a los enfermos, los ayudaba a bienmorir y embalsamaba sus cadáveres para devolverles la dignidad. Ya le había visto varias veces las orejas al lobo. No podía ser de otra manera después de 10 años viviendo entre el sida, la malaria, el tuberculosis y el tifus... pero la muerte le llegó en su país, España, donde cualquiera le diría que podía estar seguro y sin peligros. No seré yo el que, emulando al hermano Junipero, trate de preguntarme el porqué, aunque no pueda evitar analizar la secuencia del descarrilamiento segundo a segundo, como buscando un fallo que permita volver hacia atrás, rebajar la velocidad. Sólo se me ocurre pensar que Julián le habría dicho al conductor que no había prisa.
La noticia ha caído como una bomba en la comunidad de colaboradores que, como todos los veranos, están repartidos por casas de las Misioneras de la Caridad en todo el mundo. La gran mayoría de ellos están en Calcuta, donde este año hay más voluntarios que nunca. Siempre he pensado que si allí no fueran tan apremiantes las necesidades, se habría levantado hace muchos años un monumento a los voluntarios. Hoy estoy seguro que ese monumento llevaría su rostro. El rostro de una de esas personas, santas las llama la Iglesia Católica, a las que el mundo debería estar eternamente agradecido por su vida.
Rafael Rubiowww.colaboradores.org

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