miércoles, marzo 28, 2007

Javier Zuloaga, Decir que no

miercoles 28 de marzo de 2007
Decir que no
POR JAVIER ZULOAGA
«QUE no hombre que no», «no me hables de eso», «eso no se hace», «no te andes por las ramas», «¿no te fastidia?», «por aquí, no paso», «no estoy seguro», «no quiero», «no te olvides de llamar», «no me toques»... serían necesarias muchas líneas para hacer un inventario representativo de los muy diferentes escenarios que puede llegar a representar la palabra «no», según de qué otras palabras vaya acompañado. Recomendación, recordatorio, anuncio, rechazo, duda, advertencia...
Pero sobre todo, el «no» adquiere su mayor dimensión cuando denota la negativa a hacer algo de forma clara. Un «no» mayoritario de los franceses le costó la presidencia de la República a Charles De Gaulle y esos mismos ciudadanos dijeron que no, muchos años después, a la Constitución europea porque temían que mermara la grandeur de la suya propia.
El «no», cuando se trata de las cosas públicas, toma su máxima dimensión y trascendencia y se convierte así en la conciencia de aquellos políticos que piensan que la voluntad de los ciudadanos es algo que existe al final de la legislatura y poco más. Ya sé que es una entelequia, pero deberían los gobernantes del mundo saber -y luego decidir, o no, en consecuencia- qué cosas no quieren los ciudadanos.
Porque la historia está llena de errores cometidos por políticos que han actuado de espaldas a lo que la calle deseaba o a lo que no quería. Lo hemos visto en las recientes elecciones legislativas de los Estados Unidos, en las que los norteamericanos han retirado buena parte de la confianza que habían dado a su presidente, debido, según los entendidos, casi exclusivamente al belicismo actual de la Casa Blanca. Los americanos han dicho «no» a Bush.
Ese «no» castigador, los dos de los franceses en los años sesenta y en 2005 y el de los americanos en diciembre pasado, me llevan a pensar que puede responder también al reproche ciudadano porque sus líderes han sido incapaces de decir «no» a situaciones que eran claras para el sentir general, pero que ellos han llevado adelante dejándose llevar por convicciones erróneas o, ¿por qué no?, por una visión personal de la vida lejana a la realidad, ilusa.
No creo equivocarme si digo que existe, en el estilo de nuestra vida política, una tendencia a identificar el «no» con la intolerancia e incluso a descafeinar su antagónico «sí» mediante la ambigüedad. Lo estamos presenciando cuando vemos de qué manera se huye de palabras cuya pronunciación lleva implícito el rechazo, el «no» a las mismas. Se ve así que el terrorismo es violencia, que se diluye su significado en una semántica que no irrite demasiado a quienes lo practican; se ve cómo se deja de oír la palabra libertad envolviéndola sutilmente en el envoltorio supremo de la paz.
Hay que ser voluntaristas, por encima de todos, como si hubiera nacido, en el ocaso de las ideologías políticas tradicionales, la que podríamos llamar buenismo y las cosas, todas las cosas, pudieran arreglarse con un gesto de paciencia o con llamadas a la reconciliación permanente, arrinconando al mismo tiempo a quienes siguen pensando que el «no» es tan legítimo como el «sí» -y siempre más decente que la ambigüedad- y, sobre todo, más inteligible y claro para unos ciudadanos que, entre otras cosas, esperan de sus gobernantes ideas claras y seguridad.
Creo que hay que romper una lanza por el «no» en la política, porque contiene una enorme grandeza, la de la convicción en qué cosas son las que no se quieren. Algunos, al menos yo, sienten sus espaldas más cubiertas y, sobre todo, el futuro más claro, cuando oyen argumentos potentes, dichos con sana vehemencia, que avisan sobre los perversos efectos que la ambigüedad va a tener en nuestra vida futura.
En marzo de 2006, en esta misma tribuna, escribía que los vientos de paz que soplaban en el País Vasco producían inquietud, en lugar de sosiego y esperanza, en buena parte de la sociedad. Creo, que aquello no sólo era cierto, sino que hoy esa desazón es mucho mayor en la sociedad española.
Sigo creyendo, como hace casi un año, que no puede haber paz sin libertad y que esta última no ha existido, no existe y puede que no esté garantizada en el futuro si la búsqueda superficial del fin del terrorismo se lleva a cabo dando la espalda a la presión social, el amedrentamiento y el miedo de muchos vascos que no siguen ni van a seguir la partitura independentista. Por ello, decir que «no» u oír cómo lo dicen los políticos con ideas claras a pesar de los intentos por arrinconarles, es por lo menos esperanzador.

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