viernes, marzo 30, 2007

Ismael Medina, EL timo politico de la estampita progresista

viernes 30 de marzo de 2007
El timo político de la estampita progresista
Ismael Medina
E L Fiscal General del Estado, o del gobierno Rodríguez para mayor precisión, ha hecho un llamativo descubrimiento político cuya existencia escapó a los más acreditados sociólogos y que, de ser cierto, podría provocar un espectacular terremoto político. Ha dicho que cada vez que el Ministerio Fiscal toma una decisión contraria a las conveniencias del Partito Popular, éste presiona al gobierno sacando "a los falangistas a la calle para que se manifiesten". Se refería, naturalmente, a la ingente manifestación que, para pasmo gubernamental, convirtió el corazón urbano de Madrid en oceánica marea rojjgualda. ¿Y las cinco minoritarias Falanges existentes sin enterarse de que el PP les ha birlado cientos de miles de posibles militantes y electores! Días atrás regalé a mis nietos los dos primeros volúmenes de la edición del "TBO" que leía en mi ya lejanísima infancia. Lo de Conde-Pumpido me recuerda aquellos divertidos y estrambóticos inventos del "TBO" que ocupaban por entero una de sus últimas páginas. Aquél, por ejemplo, de un complicado mecanismo que recogía el huevo recién puesto en el nidal de la gallina, lo cascaba, lo freía, lo depositaba en un plato y lo ponía calentito y en su punto sobre la mesa del comensal. Conde-Pumpido se comió de una sentada los averiados huevos que Pepino Blanco puso en el nidal del agit-prop sociata y que, a través de un bien untado mecanismo de mercadería política, fueron fritos en las sartenes mediáticas bajo control y publicitados a gran escala. Poco antes de que el Fiscal General de Rodríguez se sacara de la puñeta ese invento "tebeístico", había subido a la palestra de la mendacidad el todopoderoso Jesús Polanco para proferir análogo y patético discurso, aunque cambiando falangistas por franquistas. Ha salido de nuevo a relucir su biografía de aprovechado travestí político y la de Juan Luís Cebrián, su ideólogo "progresista" y su enlace de máxima confianza con el P(SOE), junto a Felipe González, ambos también acarreadores en los negocios polanquistas con el maximillonario mejicano Slim, quien comparte negocios de altos vuelos, por cierto, con un hermano del siempre asaeteado presidente Bush. No voy a entrar en este tipo de exhumaciones de cambiantes pasados. Pero sí advertir que, al contrario del trompetero Conde-Pumpido, sí conocen bien la neta distinción existente entre falangismo joseantoniano y franquismo movientista. Un tema ideológica e históricamente complejo que acaso aborde en otra ocasión, aún a riesgo de que me echen los perros de la incomprensión desde muy variadas esquinas. Es habitual en la actual gresca partidista acusar a los contrarios de fascistas, nazis y falangistas como descalificación e insulto. Pero no el de rojos, puesto que vulneraría el trágala de lo políticamente correcto. Lo paradójico del caso reside en que muy pocos de los que vocean estas descalificaciones sabrán responder a una pregunta inevitable: "¿Puede definirme en términos ideológicos que fueron el fascismo, el nacional-socialismo, el falangismo y el comunismo, así como las diferencias más sustanciales entre unos y otros?". Tampoco acertarán a discernir entre democracia participativa y democracia representativa. Estamos en tiempos de palabras convertidas en pedradas, etiquetas y mercadeo electorero. En un periodo de degradación generalizada en que tampoco responden a realidad ideológica sustantiva los términos izquierda, centro y derecha, amén de sus teóricos extremos. ¿Qué se esconde realmente bajo las apariencias de una diversidad ideológica y las arriscadas pendencias partitocráticas? Es necesario responder a esta cuestión capital para un adecuado entendimiento del mundo en que nos movemos. Y lo que subyace no es otra cosa que un desalmado consumismo. O dicho de otro modo, el imperio de la globalización capitalista que unas veces se disfraza de liberalismo y otras de socialismo más o menos descafeinado. Los partidos están en manos de unas enrocadas minorías cuyos dos principales e inconfesados objetivos son el poder y el dinero. Y la sociedad, y dentro de ella el electorado, son propicios esclavos del consumo en masa. Los integran individuos que han dimitido de su condición de personas libres y que, salvo una franja minoritaria, se adhieren casi de por vida a la etiqueta de un partido con parejo talante de esclavos de la figuración que lo hacen a la etiqueta de los bienes de consumo mejor publicitados. Cada partido quiere hacernos creer que el suyo es el que lava más blanco o el que mejor resiste la prueba del algodón. Es consecuente que no sea el raciocinio del votante el que de el triunfo a la formación más fiable, sino a la que mejor propale su imagen publicitaria, en particular la televisiva. Se vende un líder al elector consumista con la misma tecnología mediática que un automóvil, un lavaplatos o un preservativo. Y cuando el líder y su cohorte son como una zambomba rajada, se recurre a la descalificación sistemática del contrario, con absoluto desprecio a la verdad. La verdad fue enterrada por el racionalismo relativista que colocó en su lugar la mentira como valor supremo. Gana el que mejor y con mayor cinismo miente. No el que mejor sirve a la comunidad. Y la teórica izquierda se ha demostrado la más diestra en las artes del engaño. Aludía en uno de mis artículos, no muy lejano, al famoso mayo francés del 68, protagonizado por los universitarios hijos de papá, y a la desembocadura de la mayoría de aquellos ocasionales revolucionarios, hoy convertidos en atildados y enriquecidos ejecutivos de grandes empresas. En eso quedó su progresismo. Pero no se trata de un fenómeno insólito, sino generalizado. Valen algunos ejemplos. El maoísmo revolucionario fue acogido con entusiasmo por la progresía occidental. ¿Y qué fue en realidad la revolución maoísta en China? Mao destruyó a sangre y fuego (millones de chinos fueron asesinados) las tradiciones de su pueblo, su moral, sus símbolos y su riquísimo patrimonio religioso y cultural hasta convertirse en una suerte de dios rojo y único. ¿Y qué resta de la sangrienta revolución maoísta? Un inmenso país que, muerto Mao, ha hecho suyo, bajo dirección formalmente comunista, el método de progreso de Taiwán y se ha convertido en una potencia capitalista con ciudades atestadas de gigantescos rascacielos, grandes empresarios emergidos a la sombra del partido, millones de ejecutivos que visten y se comportan como los de la City londinense o los Wall Stret, amén de un consumismo rabiosamente occidentalizado. De haber triunfado Chiang Kai Chek el fenómeno chino que hoy tanto asombra se habría producido con bastantes años de antelación. No muy diferente ha sido el caso ruso. Al hundimiento de la Unión Soviética, que se afanó también en la destrucción de su valores tradicionales, siguió un proceso desmesurado de asalto a las grandes empresas estatales, de las que se adueñaron miembros cualificados y corruptos del PCUS, hoy situados entre la elite de los grandes millonarios occidentales, aunque empeñados en una enconada lucha entre el grupo de los que pudiéramos denominar financieros eslavos, favorecidos por Putin, y financieros judíos, a los que detesta. Una sorda batalla que tiene profundas raíces históricas. Quien haya visitado Rusia o cualquiera de los que fueron sus Estados satélites, antes o después del hundimiento de la URSS, habrá comprobado, que también en Rusia acampa la uniformidad del consumismo capitalista, en el que nunca falta los desheredados. Son necesarios para utilizarlos como lección para alertar del destino que aguarda a los que no se integran en el sistema. ¿Y qué decir de la India? El pacifismo moral de Gandhi no cuenta. Se ha impuesto en su lugar un militarismo fiel reflejo del modelo colonial británico. Cada vez está más arrinconado el hinduismo, algunas de cuyas manifestaciones aún deslumbran a la progresía occidental, aunque son poquísimos los que han logrado penetrar en su dimensión religiosa y humana más honda. India se ha situado a la vanguardia de la tecnología electrónica, tiene energía y armas nucleares, los pretenciosos rascacielos se adueñan de las ciudades más importantes y las clases medias y adineradas mimetizan los hábitos occidentales. E igual sucede por doquier. Hanoi es ahora como el Saigón del periodo bélico. Y en todo el sudeste asiático es similar el fenómeno del "progreso". La tradición se ha convertido en espectáculo folklórico para atracción del turismo. Resulta fascinante, a fuer de paradójico, que quienes desde un falso progresismo se pronuncian airadamente contra el "imperialismo capitalista norteamericano" vivan sumergidos en sus métodos, modas y maneras consumistas. Se ha impuesto en el mundo la uniformidad del imperio al que se hostiga. También en España. ¿O no es ridículo y carnavalesco, por ejemplo, que el paranoico nacionalismo catalanista se empecine en erradicar el español de la enseñanza y que se prefiera el inglés como lengua complementaria del catalán? ¿O que Rodríguez y su patulea de mediocres e ignaros sigan haciendo bandera antinorteamericana y contra Aznar de la guerra de Iraq, en tanto mantienen una fuerza militar expedicionaria en la guerra de Afganistán, integrada en el despliegue bélico de los países que abandonaron en la contienda iraquí, entre ellos el de los USA? Muy al estilo de la autoentrevista de Oriana Fallaci, aunque en este caso en conversación grabada con su hijo Falco, cuando ya transitaba hacia la muerte al compás marcado por el cáncer, Tiziano Ternazi, un gran periodista que vivió durante treinta años todos los trágicos conflictos asiáticos, crucificaba a los políticos. Decía de ellos: "Los políticos, pobrecillos, deben repetir siempre las mismas cosas. No tienen tiempo para pensar; no piensan, reaccionan". Podría aplicarse a los que ahora nos desgobiernan en España, aunque con la corrección de que no piensan por mera incapacidad para pensar. Eructan latiguillos en vez e emitir ideas coherentes. Creen que lo saben todo y poco o nada saben del ejercicio razonable del poder del Estado, el cual conciben como un predio sujeto a continuas y desdichadas recalificaciones. Menos aún conocen la Historia. Ni tan siquiera la de España. La ignorancia de la Historia, añadida a un desaforado sectarismo, les lleva a la comisión de esquizofrénicos disparates como el Estatuto de Cataluña, la ignominiosa claudicación ante el terrorismo o creer a pies juntillas que el sanguinario fundamentalismo islámico es una etapa venturosa de civilización progresista. También a proferir memeces como la de Conde-Pumpido que me sirvió de percha para esta crónica.

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