jueves, agosto 31, 2006

Sobre apariciones y aparecidos

viernes 1 de septiembre de 2006
Alfonso Fernández Tresguerres
Sobre apariciones y aparecidos
1
La voz «fantasma» viene del griego φαίνομαι, verbo que tiene originariamente el significado de «aparecer» o «mostrarse». (Idéntica es la derivación de «fenómeno».) Un fantasma sería, así, en sentido estrictamente etimológico, la «imagen de un objeto que queda impresa en la fantasía», según definición de nuestra Academia de la Lengua. Mas no es de estos fantasmas de los que quiero hablar. Tampoco de aquéllos de carne y hueso («fantasma» como «persona envanecida y presuntuosa»), cuya existencia no sólo está fuera de toda duda, sino que, muy al contrario, es especie que abunda con sobrada frecuencia. Pero que exista también el otro fantasma, aquél que es la «imagen de una persona muerta que, según algunos, se aparece a los vivos», ése ya es otro cantar. Y es de ese cantar del que nos ocuparemos a continuación.
Por lo pronto, es necesario que reparemos en que ésta última acepción de «fantasma» que nos proporcionan nuestros académicos (y que es la que aquí realmente nos interesa) es confusa, o por mejor decir, insuficiente, puesto que se habla también de apariciones fantasmales de individuos que todavía no han muerto, e incluso de animales u objetos. De hecho, yo no sé si precisamente para evitar la excesiva asociación entre los fantasmas y los individuos humanos, los parapsicológicos prefieren el término «aparición», lo que no deja de resultar un tanto redundante, ya que, después de todo, de hacer caso a la etimología, un fantasma es siempre una aparición, y una aparición es siempre un fantasma. Y por idéntica razón etimológica, habría fantasmas y apariciones enteramente naturales y normales, que constituyen el ámbito de nuestra experiencia cotidiana, y que es preciso distinguir de aquello que propiamente se entiende al hablar de fantasmas, es decir, apariciones de carácter sobrenatural o paranormal, o, cuando menos, no explicables mediante la física o la psicología que nos son conocidas. Ni que decir tiene que es sobre este último tipo sobre el que quieren discurrir estas páginas.
De entrada, es obligado comenzar por reconocer que la creencia en fantasmas es un rasgo característico de las más diversas épocas y culturas; tanto que acaso no resulte exagerado afirmar que es justamente ese carácter universal de la misma el que da pie a Tylor para proponer el animismo como teoría acerca del origen de la religión: en efecto, decir que la creencia en seres espirituales, que, según él, es lo verdaderamente esencial de la religión, habría nacido de la creencia en las almas y que ésta tiene su origen en la creencia en fantasmas, no parece afirmación que traicione en exceso el pensamiento del filósofo y antropólogo inglés. ¿Y a partir de qué se habría formado esta última, es decir, la propia creencia en fantasmas? Pues probablemente a partir de fenómenos y experiencias enteramente cotidianas y naturales, mas inexplicables para el pensamiento primitivo:
«En primer lugar, ¿cuál es la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto? ¿Qué es lo que da origen al despertar, al sueño, al enajenamiento, a la enfermedad, a la muerte? En segundo lugar, ¿qué son las formas humanas que se aparecen en los sueños y en las visiones? Atendiendo a estos dos grupos de fenómenos, los antiguos filósofos salvajes dieron, probablemente, su primer paso gracias a la deducción obvia de que todo hombre tiene dos cosas que le pertenecen, a saber, una vida y un fantasma. Ambos están, evidentemente, en estrecha relación con el cuerpo, la vida permitiéndole sentir y pensar y actuar, y el fantasma constituyendo su imagen o segundo yo; también ambos son percibidos como cosas separables del cuerpo: la vida, porque puede abandonarlo y dejarlo insensible o muerto, y el fantasma, porque puede aparecerse a gentes que se encuentran lejos de él. El segundo paso parecería también fácil de dar a los salvajes, al ver lo extremadamente difícil que a los hombres civilizados les ha resultado el desandarlo. Es, sencillamente, el de combinar la vida y el fantasma. Puesto que ambos pertenecen al cuerpo, ¿por qué no habían de pertenecer también el uno al otro, y ser manifestaciones de una sola y misma alma? Que sean considerados, pues, como unidos, y el resultado es ésa bien conocida concepción que puede ser descrita como un alma aparicional, un alma-espectro» [Tylor, Primitive Culture, 2, XI].
Muy cierto: «El reino de las sombras es el paraíso de los fantasiosos», como señala Kant en las primeras palabras de Los sueños de un visionario. Y precisamente en esta obra (escrita contra el fantasioso Swedenborg) proporciona Kant una explicación de la creencia en fantasmas no muy alejada, seguramente, de la del propio Tylor, y según la cual tal creencia tiene su origen en el temor a la muerte y en el deseo y la esperanza de una vida futura –la «esperanza del futuro», como la denomina Kant–:
«todas las historias sobre apariciones de almas separadas o sobre influjos de espíritus – escribe– y todas las teorías sobre la naturaleza probable de seres espirituales y su relación con nosotros pesan más únicamente en el platillo de la esperanza; por contra, en el de la especulación parecen diluirse en puro aire […] esta parece ser también generalmente la causa más importante de la legitimación de las historias sobre espíritus de tan amplia aceptación, incluso las primeras ilusiones sobre supuestas apariciones probablemente han surgido de la lisonjera esperanza de que de algún modo se permanece después de la muerte, puesto que en las sombras de la noche a menudo la ilusión ha engañado a los sentidos y a partir de confusas formas surgieron fantasmagorías coherentes con la opinión antedicha que finalmente dieron pie a que los filósofos desarrollaran la idea racional de espíritu y le otorgaran una entidad académica».
Se equivoca Tylor, no obstante, al suponer que ese camino ha sido desandado por los hombres civilizados: la creencia en fantasmas no es, desde luego, algo que pertenezca a un pasado remoto, primitivo o salvaje, correspondiente a los primeros balbuceos intelectuales de la humanidad, sino que ha acompañado a ésta en todo su periplo histórico, llegando, por supuesto, hasta el momento presente, al menos en amplios sectores incluso de aquellas sociedades que puedan contarse entre las más desarrolladas. No estará de más recordar, a este respecto, a alguien como Claude Lecouteux que, en la actualidad, defiende la curiosa teoría del Doble para explicar no sólo la existencia de fantasmas y aparecidos, sino también la de brujas u hombres-lobo. Según esta pintoresca teoría todos tenemos dos Dobles: material y físico, uno; espiritual y psíquico, el otro. Pues bien:
«El Doble no muere con el cuerpo: ¡esa es la explicación de los fantasmas y aparecidos, esa es la raíz de la necromancia!»,
exclama Lecouteux, y lo hace, como no dejará de observarse, de un modo triunfal, convencido de haber desvelado, al fin, un importante misterio; y así, investido de la seguridad que le proporciona la certeza de haber realizado un singular descubrimiento, no tiene el menor titubeo ni empacho en lanzar al aire esta afirmación:
«Hoy ya no ignoramos que los aparecidos son de hecho los Dobles materiales de los muertos».
¿Y cómo sabe todo eso Lecouteux? Pues sencillamente porque ha conseguido averiguar algo que todos teníamos delante, pero sin haber reparado en ello (rasgo frecuente en todo gran descubrimiento científico), y es lo siguiente:
«el otro mundo aparece como un depósito de Dobles. Allí está abolido el tiempo, todo coexiste en el mismo instante. La otra parte de nosotros mismos que de allí viene sin haberse separado totalmente de él materializa nuestras potencialidades y nuestro destino. Cuando se ha vaciado el reloj de arena que mide el tiempo de nuestra vida, o cuando la candela que la representa está a punto de extinguirse, se nos aparece nuestro Doble psíquico, semejante al ángel de la muerte de las tradiciones judaicas, se despide y regresa al mundo sin nombre del que había salido, y allí se retira a la espera de acompañar a un nuevo individuo».
La verdad es que no acaba de entenderse muy bien cómo es que si, muerto el individuo, su Doble se despide y se retira al más allá, continúe, sin embargo, apareciéndose insistentemente, a veces durante años, y hasta siglos, cuando hay que suponer, según la teoría propuesta, que debería ser ya el Doble de otro individuo distinto, y no el del difunto en cuestión. Pero, en fin, tampoco es lógico que esperemos que Lecouteux nos aclare todos los misterios a la vez.
Se equivoca, pues, Tylor –repito–, si verdaderamente pensaba que ésas eran sólo creencias propias de los primeros pasos de la humanidad, y, si acaso, de sociedades primitivas, aunque sean contemporáneas a la nuestra. Lo curioso, con todo, de la teoría de Lecouteux es la enorme semejanza que tiene con la del propio Tylor. La diferencia, sin embargo, es obvia: Lecouteux es un ejemplo de la teoría de Tylor. Quiero decir que éste describe el psiquismo del primitivo y los procesos mentales que le llevan a creer en fantasmas, en tanto que Lecouteux es el primitivo que cree en fantasmas, y cuyos psiquismo y procesos mentales Tylor describe. O en otras palabras: aquél podría ser exhibido por éste como una prueba nada desdeñable de su teoría.
No se trata, pues, de cosas del pasado, no; y hasta ilustres personalidades hay que han tenido su propio fantasma. Tal es el caso del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne y el reverendo doctor Harris, a quien, después de muerto, Hawthorne continuó viendo durante un tiempo, sentado, como si tal cosa, en su silla de la Biblioteca Athenaeum, de Boston. No parece que fuera visto más que por él, y esto le cohibió a la hora de plantearse dirigirle la palabra, no fuera que el resto de los lectores lo tomaran por loco al verlo hablar con una silla.
«Además, el doctor Harris y yo no habíamos sido presentados»,
aclara Hawthorne con lógica impecable, porque tal hecho constituye, sin duda, una razón de peso para guardar silencio y mantener las distancias.
Mas también Jung ha tenido (no sé si añadir: «como cabía esperar») su historia de fantasmas, acaecida cuando escribía sus Siete sermones a los muertos (acaso sin advertir que de lo que menos necesidad tienen los muertos es de sermones):
«Había una atmósfera especialmente opresiva a mi alrededor –recuerda al escribir Mi vida– y sentí como si, en el entorno, el aire estuviera lleno de entidades fantasmagóricas. Parecíamos estar en una casa hechizada: mi hija mayor vio, por la noche, una forma blanca que atravesaba su habitación. Mi otra hija contó –independientemente de la primera– que, de noche y por dos veces, le habían arrancado la manta de su cama»;
pero la cosa no acabó ahí. Otro día, por la tarde, oyeron sonar la campanilla de la puerta de entrada, e incluso Jung, que se hallaba cerca, asegura haber visto moverse el tirador:
«Todos corrimos enseguida a la puerta para ver quien era –nos cuenta–, pero no había nadie. Nos miramos atónitos. La atmósfera podía cortarse con un cuchillo. Advertí que era necesario que algo ocurriera. Toda la casa parecía llena de una muchedumbre, parecía repleta de espíritus. Estaban por todas partes, hasta bajo la puerta, y teníamos la sensación de que apenas podíamos respirar».
Mas, ¿cuál podía ser la causa de tal congreso de espíritus? Ellos mismos se encargaron de explicarla:
«Volvemos de Jerusalén, donde no hemos encontrado lo que buscábamos»,
aseguraron, haciendo uso para ello de las palabras con las que Jung dio inicio a los Siete sermones. Desde ese mismo momento, el célebre psicoanalista pudo continuar redactando su texto con una sorprendente facilidad, y lo que resulta aún más sorprendente: los espíritus desaparecieron.
«Apenas comencé a escribir, toda la cohorte de espíritus se desvaneció. La fantasmagoría había terminado. La estancia estuvo de nuevo tranquila y la atmósfera pura hasta la noche del día siguiente, cuando la tensión se reprodujo un poco».
He aquí un caso verdaderamente llamativo de fantasmas operando como una suerte de acicate y estímulo de la inspiración de un escritor: preocupados los espíritus porque Jung no acababa de arrancarse con sus sermones, un grupo de ellos decidió presentarse, sin más, en su casa para proporcionarle el pie del discurso; discurso que, de alguna forma, fue escrito (cabe conjeturar) al dictado del más allá. De hecho, el propio Jung explica el suceso como consecuencia de su estado emocional, particularmente ansioso por escribir; intensidad emotiva, en su opinión, que facilita muchas veces la manifestación de fenómenos paranormales. Pero, más allá de eso, los espíritus y los fantasmas no son sino una formación arquetípica del inconsciente colectivo:
«Pues el inconsciente corresponde al mítico país de los muertos, el país de los antepasados»,
y de este modo:
«El mundo de los dioses y de los espíritus no es más que el inconsciente colectivo en mí [o también] El inconsciente es el mundo de los dioses y de los espíritus en el exterior de mí».
(Repárese en las desastrosas consecuencias que puede tener una excesiva dedicación al estudio y al tratamiento de alienados.) Mas una tan vívida experiencia con el más allá no puede dejar insensible a nadie, y menos a Jung, quien de ninguna manera está dispuesto a poner en duda la realidad de tales manifestaciones fantasmales, llegando a quejarse de que
«incluso personas instruidas, mejor capacitadas para juzgar, aducen en ocasiones los argumentos más insensatos, se muestran carentes de toda lógica y rechazan el testimonio de sus propios sentidos».
Sin duda es mucho más sensato y lógico suponer que los difuntos no tienen otra cosa mejor que hacer que estimular a Jung para que les escriba unos sermones (sermones que, después de todo, le dictan ellos). Y respecto al testimonio de los sentidos, poco más hay que decir sino que el primer paso de la duda cartesiana ha pasado de largo, sin detenerse, por la consulta de Jung. Tiene razón Hélène Renard cuando afirma que «semejantes historias hacen pensar…». Sí, desde luego, pero qué hacen pensar, es otra historia distinta.
Y abundan; desde luego que abundan. El año 1889 la Society for Psichical Research realizó una encuesta sobre apariciones, con la siguiente pregunta:
«¿Alguna vez, creyendo estar totalmente despierto, tuvo usted la clara impresión de ver o ser tocado por un ser viviente o un objeto inanimado, y esa impresión, por lo que usted sabe, no se debió a cualquier causa física externa?».
De las 17.000 personas encuestadas, casi el 10% respondió que sí. Y a mí lo que realmente me sorprende es que no hayan sido muchas más, porque limitándonos a lo que uno crea o a las impresiones que uno tenga, fenómenos de ese tipo son enteramente cotidianos y normales: por ejemplo, en las ilusiones hipnagógicas, cuando alguien cree estar despierto, sin estarlo verdaderamente del todo, y puede tener impresiones como las señaladas en la pregunta, que ni tienen mayor importancia ni trascendencia ni, por supuesto, prueban absolutamente nada. Yo puedo asegurar que en más de una ocasión, en el momento en que creía dormirme, he sentido que me llamaban o me tocaban, e incluso que me empujaban, pero como sé que eso es algo que sucede a veces en el preciso instante en que uno cae en el sueño, jamás le di ninguna importancia y, obviamente, nunca me dio por ponerme en pie de un salto para correr a la puerta del vecino y decirle que un fantasma había querido meterse en mi cama. Y, en cualquier caso, lo que resulta absolutamente inadmisible, lógica y racionalmente, es hacer de la difusión de la creencia, argumento ontológico, y afirmar que puesto que tanta gente ha creído y cree en fantasmas, éstos, por fuerza, han de existir. A este argumento, tan manejado por ilustres parapsicólogos o investigadores de lo psíquico (como también les gusta autodenominarse), habría que replicar con aquel viejo dicho (perdón si resulta demasiadamente grosero) según el cual tantos millones de moscas no pueden equivocarse. Por lo tanto, come mierda.
Mas si a lo dicho añadimos que, a mi juicio, el verdadero origen de los fantasmas, o mejor, de la creencia en ellos, es seguramente el apuntado por Tylor y Kant, fácil le resultará advertir al lector que mi propia posición al respecto, es, no ya escéptica, sino absolutamente descreída: yo no dudo de la existencia de fantasmas, sino que la niego de plano, como niego la de cualquier entidad de carácter espiritual o divino, o la de cualquier fenómeno de carácter igualmente sobrenatural. Pero no deseo que vayamos tan deprisa. Tiempo habrá de fundamentar las razones de tal descreimiento; porque sucede, además, que el asunto no es tan simple, dado que algunos hay que sosteniendo la realidad de las apariciones no consideran, sin embargo, estrictamente necesario postularles un origen sobrenatural, sino plenamente natural, solo que desconocido e inexplicable desde nuestros actuales conocimientos científicos o filosóficos. Y esto nos obliga a proceder con un cierto detenimiento y a examinar la cuestión con algún detalle.
2
En su obra Apariciones (1943), Tyrrell distingue cuatro tipos, utilizando como criterio la forma de actuar de los aparecidos mismos. Así, tenemos aquellos fantasmas que se aparecen en un lugar determinado. (Hans Herlin matiza que existen, también, apariciones ligadas a una persona determinada, y que con frecuencia finalizan cuando esa persona abandona el lugar de las apariciones.) Apariciones, en segundo término, post-mortem: se producen poco tiempo después de la muerte del individuo aparecido. En tercer lugar, apariciones en casos críticos: la persona se aparece cuando se encuentra en una situación límite (desconocida, generalmente, por el individuo a quien se aparece), como un accidente, una enfermedad grave o, claro está, la propia muerte. Y, finalmente, apariciones inducidas experimentalmente, entendiendo por tales aquéllas en las que el aparecido no es un difunto, sino alguien vivo que, sin embargo, se esfuerza deliberadamente en ser visto por otro.
Como es obvio, en los dos últimos casos no se trata propiamente de la aparición de un difunto, puesto que el individuo aparecido no está muerto (o no lo está aún), con lo que o bien debemos dejarlos fuera de la categoría de fantasmas, o bien entender éstos como difuntos que se aparecen a los vivos, se hace muy problemático. Ante esta disyuntiva es posible, ciertamente, optar por lo primero y sostener (como hacen algunos) que esas apariciones en vida son el resultado de una transmisión telepática; pero cabe también (como hacen otros, de una forma más o menos explícita) ampliar el concepto de «fantasma», refiriéndolo a cualquier aparición de carácter paranormal, esto es, que no se produzca por los medios físicos y psicológicos habituales y conocidos. Es segunda alternativa cuenta con la ventaja de poder considerar fantasmal la aparición, por esos cauces paranormales, de seres que carecen de espíritu, sean animales u objetos inanimados (aunque, después de todo, cuando se trata de individuos humanos se puede argumentar que, en cualquiera de los dos casos, es decir, se halle el individuo muerto o vivo, es siempre su espíritu el que se aparece).
No escasean, efectivamente, las historias sobre objetos fantasmales: barcos, carrozas o autobuses, como el famoso de Londres, allá por los años 30 del pasado siglo. Ni tampoco aquéllas que tienen como protagonistas a animales: perros, gatos (particularmente sensibles, según Robert Morris, a los fenómenos paranormales), osos, &c., o las tan afamadas apariciones en la Torre de Londres, lugar que, como es sabido, fue durante muchos años zoológico real.
Nos resta, finalmente, referirnos a las apariciones en grupo, es decir, aparición de una muchedumbre de fantasmas que periódicamente, de manera incansable, vuelven a escenificar aquello que una vez les unió un día y en un lugar determinados. Las más de ellas tienen que ver con batallas (la de Roncesvalles, sin ir más lejos), sin olvidar la procesión de almas en pena (la Gúestia, como la conocemos en Asturias); espíritus de difuntos que no han podido alcanzar la paz eterna, debido a alguna obligación que han dejado sin cumplir, o a que se hallan, tal vez, expiando una culpa. Y, como es de rigor, no podemos dejar fuera de este catálogo sobrenatural, al autoestopista fantasma, una de las grandes aportaciones de las sociedades industrializadas a la mitología universal: se trata de un nuevo y verdadero san Cristóbal (por lo general, una chica joven y guapa), que asume, en sentido estricto, las funciones encomendadas al santo por la Iglesia, y que, en consecuencia, permanente ángel guardián de la carretera, viene del más allá para advertir a los conductores del peligro de una curva donde ella misma (¡oh, desgracia, tan joven y tan bella!) perdió la vida tiempo atrás. Y, como es lógico, una vez cumplida su misión, desaparece, para profunda sorpresa del consternado conductor. Verdaderamente, lo que no alcanzo a entender es que después de un susto de tal calibre no se produzca un mayor número de accidentes que si el buen espíritu se quedase con sus buenas intenciones en el más allá, excusándose de toda intervención.
*
¿Y qué tienen en común todos los fantasmas, independientemente de cuál sea el grupo al que pertenezcan? He aquí lo que dicen los expertos: se hallan sujetos a las leyes de la perspectiva, parecen sólidos, producen ruidos acordes con sus movimientos (pasos, por ejemplo) y, en general, diríase que son tan reales como los vivos, aunque sólo durante un tiempo; pueden ser vistos por más de una persona a la vez (aunque esto no sea así necesariamente, de manera que es posible que algunos de los presentes no los vean), y habitualmente provocan una sensación de frío (algunas veces, en cambio, de calor); se reflejan en los espejos (en esto aventajan a los vampiros) y pueden ser fotografiados, aun cuando no se les vea, puesto que la cámara fotográfica parece ser más sensible que el ojo humano; además, de una u otra forma, suelen poner de manifiesto su naturaleza espiritual, esto es, no física: atravesando paredes o puertas, o siendo transparentes, por poner sólo unos ejemplos. Finalmente, los especialistas en el asunto llaman la atención sobre algo que ya hemos señalado, a saber: la aparición no tiene que ser por fuerza un espíritu desencarnado; puede tratarse también de la imagen de un individuo vivo, o una creación (no se sabe muy bien cómo) debida a la fuerza mental conjunta de quien o quienes lo contemplan.
3
Pero pasando ya al terreno de las explicaciones, lo último que acabamos de decir da pie para distinguir, de las teorías propia y directamente sobrenaturales, aquéllas que, admitiendo la realidad de las apariciones fantasmales, y fenómenos próximos a ellas, consideran, sin embargo, que todo ello puede ser explicado sin que obligadamente resulte necesario postular la existencia de espíritus y, en consecuencia, atribuirles siempre un origen sobrenatural. Denominaremos a éstas, a falta de nombre mejor, teorías parapsicológicas o paranormales. Por último, frente a ambas, que con no poca frecuencia, acaban cruzándose y hasta fundiéndose, caben teorías explicativas plenamente naturales y normales.
Las explicaciones parapsicológicas, en efecto, se encuentran dispuestas a admitir que nos hallamos ante fenómenos naturales (no sobrenaturales, por tanto; ni divinos ni demoníacos, y acaso tampoco necesariamente espirituales), sólo que desconocidos por nuestras ciencias e inexplicables desde ellas; fenómenos, por consiguiente, que no son normales, y no ya tanto atendiendo a la frecuencia con la que acontecen, cuanto al hecho de que se encuentran fuera, o más allá, de aquello que, desde los parámetros de la ciencia, se considera normal; fenómenos, pues, paranormales, pero explicables, quizás, en términos de una causalidad natural, bien que ignorada todavía. Entre tales mecanismos explicativos se apuntará, muchas veces, a la transmisión telepática: de la misma manera que sometido a hipnosis un individuo puede ver o no ver algo, a sugerencia del hipnotizador, puede suceder que, incluso de forma inconsciente, un sujeto transmita una información telepática a otro, haciéndole ver algo, incluida la propia imagen fantasmal del transmisor. Ahora bien, la hipótesis telepática, además de las dificultades inherentes a la telepatía misma (principalmente, el hecho de que en los estudios que con una mediana seriedad se han llevado a cabo al respecto, el número de aciertos que muestran los individuos supuestamente dotados de tales poderes, no es superior al que, por mero cálculo de probabilidades, cabría esperar debidos al azar); además de esto, se enfrenta con el problema de explicar qué sucede cuando quien se aparece es un difunto. Se podrá negar, si se quiere, que el fantasma visto sea un espíritu; pero lo que resulta innegable, si se da por buena y no fraudulenta la aparición misma, es que él tiene que ser el causante de la transmisión telepática (los difuntos, desde siempre, son muy poco proclives a establecer comunicación alguna, ni siquiera sirviéndose de la telepatía), y con ello, de inmediato, nos instalamos en el ámbito de los sobrenatural. Puede acudirse entonces a otro mecanismo explicativo (muy frecuente en el mundo de la parapsicología), que podemos denominar la hipótesis del registro psíquico, dejado por el difunto en los lugares en los que habitualmente se movía en vida, y que es recibido por el sujeto receptor (especialmente sensible, como es lógico), del mismo modo que un aparato de televisión puede recibir una determinada transmisión. Tal es la posición defendida por Myers, quien entiende que una aparición no es sino «una manifestación de energía personal persistente». Se trataría, al parecer, de lo siguiente: por las causas que fuere, acaso un acontecimiento especialmente violento, acaso una emoción particularmente intensa, un individuo puede dejar en un lugar determinado su registro psíquico, que sería algo así como una especie de grabación de sí mismo, de tal suerte que, cuando es visto por otro, su fantasma no es en realidad un espíritu, sino la proyección de tal registro, igual que si se tratase de una película.(La verdad es que uno no puede por menos que preguntarse qué fenómeno violento o de una intensidad emocional extrema ató la imagen del doctor Harris, pacífico clérigo lector de periódicos, a su silla de la biblioteca de Boston, permitiendo, así, que pudiera ser vista por Hawthorne.) Esta es la explicación que se da, asimismo, de las apariciones masivas (como batallas): la película de los hechos ha quedado almacenada en el lugar, y se reproduce una y otra vez, siempre que por allí acierte a pasar un espectador lo suficientemente sensible como para que merezca la pena (supongo) molestarse en hacerle un pase especial. Claro que en estos casos de muchedumbres de fantasmas se baraja también a la posibilidad de que se trate de verdaderos saltos en el tiempo, en los que, por un momento siquiera, pueden coexistir pasado y presente, e incluso éste con el futuro, aunque a los doctos en estas cosas no les es fácil decidir si es el espectador quien ha salido de su tiempo para trasladarse a aquél en el que tuvieron lugar los acontecimientos originales, o si son los fantasmas de los individuos que participaron en éstos los que salen del suyo para (no se sabe a qué fin) dar una función particular al atónito espectador que la contempla. Y, por supuesto, tampoco ha faltado quien sugiera que nos hallamos ante un caso de reencarnación y regresión a una vida pasada: quien contempla la fantasmal batalla de Roncesvalles, fue, en otra vida, alguien que participó en ella.
Respecto al autoestopista fantasma, yo no sé que explicación mejor pueda darse que la que yo propondré como hipótesis del ángel de la guarda: el fantasma en cuestión no es el espíritu de alguien fallecido en aquel tramo de la carretera, sino el ángel de la guarda del conductor, que toma la forma del difunto para advertir a su protegido del peligro que encierra una determinada curva. Si de proponer hipótesis fantásticas se trata, por mí que no quede.
Ille ego sum nulli nugarum laude secundus[«Yo soy aquél al que nadie supera en la gloria de las bagatelas», Marcial, IX].
Creo, en efecto, que resulta difícilmente discutible que este primer grupo de teorías explicativas se constituyen como tales mediante el permanente recurso a lo fantástico o a hipótesis que violan sistemáticamente principios científicos y psicológicos bien establecidos, y frente a los cuales no manifiestan la menor coherencia ni concordancia; hipótesis, por supuesto, de las que no se ofrece no ya ningún indicio o prueba, sino que ni siquiera presentan el menor atisbo de verosimilitud, y que se defienden, tan sólo, mediante el permanente y sistemático recurso a la ignorancia: que aún no conozcamos el funcionamiento de esos mecanismos (del tipo de los señalados) que determinan la manifestación de las apariciones fantasmales, no significa que no sean reales ni aquéllos ni éstas. Naturalmente, y, por la misma razón, siempre es posible que cualquier cosa sea cualquier otra; y acaso, si bien lo pienso, mi vecina no sea lo que parece, esto es, una dulce y amable viejecita, sino el comandante en jefe de una de las muchas legiones de demonios. Quién sabe, a fin de cuentas, si lo que tenemos por exacerbado delirio paranoico no será, en realidad, extrema y aguda clarividencia.
Otras veces, como hemos visto, la explicación propuesta ya no es sólo paranormal, sino inmediata y directamente sobrenatural, con lo que, finalmente, acaban por fundirse con explicaciones de éste tipo. Las teorías sobrenaturales sostienen, en efecto, que un fantasma es un espíritu, ni más ni menos; el espíritu de un difunto, que, a saber por qué, decide hacerse visible de cuando en cuando. Y así como las teorías paranormales acaban, en ocasiones, deslizándose al ámbito de lo sobrenatural, las teorías sobrenaturales no dudan en acudir a aquéllas para explicar las apariciones de objetos inanimados o de animales, porque, sin duda, resultaría excesivo atribuir espíritu a tales entidades (aunque, después de todo, no estoy muy seguro que siempre se les niegue, especialmente a los últimos, a los animales). Así, como dice Alois Wiesinger:
«En los casos de apariciones fantasmales ligadas a un lugar concreto, no vacilo en admitir que se trata realmente del alma de un difunto, especialmente cuando el motivo de la aparición es serio; cuando, por ejemplo, el alma expía una culpa o se aparece para darnos un aviso, consolarnos o pedirnos una oración».
Evidentemente, ya sabemos que Dios es muy exigente con esto de las oraciones y que de una oración más o menos pueden depender la condena o la salvación eternas.
Lo curioso es que los espíritus casi nunca se aparecen tal como se supone que tienen que ser; quiero decir que uno no se imagina a los espíritus vestidos y calzados, y, sin embargo, así es como se presentan, y, como señala Lyall Watson, puestos a admitir:
«Estoy dispuesto, en principio, a admitir la posible existencia de cuerpos astrales, sin embargo, no puedo llegar a creer en zapatos, camisas y sombreros astrales».
*
He aquí, en líneas generales, las posiciones defendidas por los dos primeros grupos de teorías explicativas. Frente a aquéllas de corte paranormal se hace obligado sostener, con toda rotundidad, que cuando se postula una causalidad ajena a las leyes naturales que nos son conocidas es preciso comenzar por ofrecer un mínimo indicio siquiera de pueda darse y ser posible un tipo de causalidad tal. Y toda vez que ello no sea así (y no lo es nunca en toda esa vasta literatura sobre fenómenos extraños), debemos concluir que se trata de una hipótesis no sólo fantástica, sino también absolutamente gratuita y de una complejidad e inverosimilitud más allá de lo que pueda resultar admisible (e incluso digno de tomar en consideración) desde una perspectiva estrictamente lógica y racional. Y como ya nos enseñó hace tiempo Guillermo de Occam, con su célebre principio de economía, no hay que multiplicar lo entes sin necesidad, esto es, cuando disponemos de dos hipótesis explicativas de un determinado fenómeno, debemos preferir siempre la más simple, y (habría que añadir) también la más verosímil y racional. O lo que es igual: si un determinado hecho puede ser dilucidado mediante una explicación normal, no es necesario postular otra alternativa de carácter paranormal.
Por su parte, a las teorías sobrenaturales hay que recordarles, con no menos firmeza y rotundidad, que para que puedan ser tomadas mínimamente en serio, han de empezar por probar la existencia de espíritus o de una vida más allá de la muerte. Una vez hecho esto, podremos dar inicio al debate de si algo es o no un espíritu, pero hasta entonces toda discusión está fuera de lugar: algo no puede ser un espíritu si no hay espíritus. Se trata de un asunto mucho más profundo y delicado de lo que suponen quienes alegremente se suben al carro de lo sobrenatural, y su solución pasa por presentar una ontología con la suficiente potencia argumental como para mostrarse excluyente con otras concepciones de la realidad alternativas. Y si yo, partiendo de presupuestos ontológicos materialistas (que ahora no viene al caso detallar), niego la existencia de entidades espirituales del tipo que sea, dioses, demonios o almas, y, en consecuencia, rechazo de plano que algo pueda ser el espíritu de un difunto, quien sostenga lo contrario debe por fuerza comenzar por apuntalar su concepción espiritualista de la realidad y mostrarme las razones en las que se apoya para sostener que tenemos un alma y que existe una vida más allá de la muerte. Y sólo cuando haya logrado demostrarlo estaremos en condiciones de iniciar la discusión sobre fantasmas. Sepa no obstante que para convencerme necesitará algo más que el argumento de Strafforello:
«No podemos probar, por medio de un silogismo, nuestra fe –escribe este insigne investigador–; la mejor prueba de que somos por naturaleza inmortales, la tenemos en el deseo ingénito y natural que todos abrigamos de la inmortalidad».
Claro que sí, porque tal deseo –continúa argumentando– ha sido implantado en nosotros por Dios. ¡Casi nada lo que prueba el deseo! Porque, por una parte, nuestro deseo de inmortalidad prueba la existencia de vida eterna, pero prueba, asimismo (mediante una suerte de distorsión aberrante del agustinismo), la existencia de Dios.
Pero sucede, además, que aún cuando admitiéramos la existencia de una vida eterna y de unas almas o espíritus que la habitan, lo que de ningún modo es mi caso, mas sí el de Feijoo, siempre cabría preguntarse, como hace el sabio benedictino, qué demonios pintan dando vueltas por este mundo, asustando al personal y provocando mil enredos:
«los juguetes, chocarrerías y travesuras que se cuentan de los Duendes –leemos en Teatro crítico universal, III, 4)– no son compatibles ni con la majestad de los Ángeles gloriosos ni con la tristeza suma de los condenados. Esta razón milita del mismo modo respecto de las almas separadas; porque éstas, o están en gloria, o en pena: para las gloriosas son indecentes estas diversiones; y las que están penando no son capaces de gozarlas. A esto se puede añadir que sería una incongruidad suma en la Divina Providencia permitir que aquellos espíritus, dejando sus propias estancias, viniesen acá sólo a enredar, y a inducir en los hombres terrones inútiles».
No se trata, desde luego, que la tradición cristiana, desde la que argumenta Feijoo, niegue de plano las apariciones; al fin y al cabo, el cristianismo nace con una de ellas, esto es, con un Jesús apareciéndose a sus discípulos. Pero sí las considera enormemente raras e inusuales. Como decía san Agustín:
«Si las almas de los muertos se mezclaran en los asuntos de los vivos, estoy seguro de que mi madre no dejaría de visitarme cada noche».
Mas no es sólo que las apariciones sean infrecuentes, sino, además, que, cuando se dan, por ningún otro medio pueden producirse más que por expresa autorización divina. Tal es la posición cristiana, resumida perfectamente por Guazzo:
«Todos los creyentes en Cristo están de acuerdo en que, mediante el poder y la gracia de Dios, las almas de los difuntos pueden y a veces se les aparecen a los vivos […] Pero debemos entender –continúa Guazzo– que tales apariciones no son la norma habitual, sino que ocurren de acuerdo con el especial y singular acuerdo de Dios» [Compendiúm maleficarum. Libro I, Capítulo XVII].
En consecuencia, hay que poner mucho cuidado para diferenciar una verdadera aparición de lo que no es más que una simple patraña, y no dar pábulo a cuantas historias se inventan y se cuentan a ese respecto. Como señala Tertuliano, con palabras que parecen pensadas para nuestros ocultistas y espiritistas profesionales:
«No obstante, aunque la virtud de Dios en demostración de su derecho haya vuelto a llamar a algunas almas a sus cuerpos, no por ello va a comunicarlo también al crédito o a la insolencia de los magos, a la falsedad de los sueños, a la licencia de los poetas. O en los ejemplos de resurrección, cuando el poder de Dios hace volver las almas a los cuerpos, ya sea por los profetas, por Cristo o por lo apóstoles, se consideró con sólida, tangible y sobreabundante verdad que ésta era la forma real, de modo que tomes como ilusiones toda aparición corpórea de los muertos» [De anima, LVII: 12].
E incluso el tan crédulo, y acaso por ello terrible inquisidor, Pierre Lancre, se muestra enormemente cauto al tratar de los aparecidos, poniendo un celo especial en detallar los medios de los que podemos valernos para distinguir las almas humanas de los demonios (siempre teniendo en cuenta que pueden darse excepciones que provienen de la libre voluntad de Dios). Así, al contrario que los demonios, las almas humanas nunca toman la forma de hombre con barba, niños o mujeres (la de las últimas tampoco la adoptan jamás, dicho sea entre paréntesis, los ángeles buenos, que «nunca se aparecen en forma de mujer, de animales extraños ni de ninguna otra cosa vil»). También se trata de un demonio si «se aparece no con una forma humana perfectamente delineada, sino deforme, repelente y vil, como puede ser la de una serpiente, la de un hombre negro, un perro, un gato o alguna otra parecida». O si «mantiene un discurso falso, supersticioso y de perniciosa y siniestra persuasión». Pero Lancre proporciona aún otros criterios distintivos que tienen ya mucho más interés para el asunto de las apariciones tal como lo estamos abordando (y criticando) en estas páginas. Así, ¿qué ocurre si el aparecido es un individuo vivo?:
«Cuando se ocupa el cuerpo de una persona viva, estamos ante el demonio, pues ni las almas ni los ángeles buenos entran nunca en los cuerpos de la gente que está viva, sino que ese modo de actuar es propio de los perversos demonios, como ha sido confirmado por todas las personas que han abordado esta cuestión».
Puede plantearse también la disyuntiva de si el aparecido es un bienaventurado o un condenado:
«si se trata del primer caso, y reaparece muy a menudo, hay que dar por seguro que en realidad es un demonio, que después de haber errado su golpe por sorpresa, vuelve y reaparece varias veces para volver a intentarlo de nuevo. Pues un alma no vuelve cuando queda satisfecha, y en todo caso lo hace una sola vez para dar mil gracias. Y si se trata de un alma que dice ser la de un condenado, hay que pensar que es un demonio, teniendo en cuenta que con mucha dificultad dejan que salgan las almas de los condenados».
Tenemos, por último, el caso de esas apariciones enteramente gratuitas y superfluas, para las que ningún otro motivo parece existir que no sea, como decía Feijoo, el enredar o aterrorizar a la gente:
«Podemos igualmente reconocer que es un demonio cuando este alma dé razones falsas o alegue algún pretexto aciago o falaz para aparecerse. Si, por ejemplo, dice que se aparece obligada y forzada por alguna conjuración mágica, o para revelar cosas curiosas y poco necesarias o de tal naturaleza que sería más conveniente no conocerlas» [Tableau de l´inconstance des mauvais anges et demons, Libro V, Discurso II. También todas las otras citas de Lancre].
Al contrario, pues, de lo que opinan los modernos maestros de lo oculto y cazafantasmas varios, según Lancre, los motivos por los que pudiera aparecerse un difunto son pocos y, en consecuencia, son pocas las apariciones. Hasta aquí nos encontramos en una posición del todo próxima a las de Tertuliano, Guazzo o Agustín. Otra cosa distinta es que la credulidad de Lancre (o lo que algunos, acaso no sin razón, denominarían manía persecutoria) le lleve a creer que son muchas las apariciones demoníacas, esto es, no de almas de difuntos, sino de los demonios mismos. Y cuando idéntica credulidad se hace extensiva a todo el cúmulo de patrañas que dieron pie a la brujomanía, y se dispone del poder del que gozó Lancre y otros como él, entonces, de ahí no puede surgir otra cosa que una labor inquisitorial terrorífica y cruel. Tal es, con toda certeza, uno de los mecanismos explicativos de la gran caza de brujas que asoló a la Europa moderna. Pero ésta es otra cuestión distinta.
Sin duda alguna, la tradición cristiana, en esto de los fantasmas (y en muchos otros aspectos, desde luego), es decididamente más racionalista (y también más seria) que toda esa masa delirante e irracional de teóricos de lo oculto y del más allá. Y de hecho, en según que momentos históricos, a buen seguro que muchos de estos profesionales de la moderna magia hubiesen tenido serios problemas con la propia Iglesia, y ello aunque no hubiese sido más que por una razón igualmente fantástica: y es que antes habrían sido vistos como servidores del Diablo (así lo vería Lancre sin el menor titubeo) que como gentes inspiradas por Dios que desvelan los secretos del plan divino. Pero eso prueba, siquiera, que para los intelectuales y teólogos cristianos, tales fenómenos paranormales (y entre ellos las apariciones) no eran algo habitual y cotidiano (como lo es para esta caterva de nuevos brujos), sino verdaderamente insólito y ocasional, fuera del discurrir normal y cotidiano de los acontecimientos y de las leyes que los rigen, y, por lo tanto, sólo explicable mediante acción divina o demoníaca (y eso en el supuesto de que previamente hubiesen comenzado por asentir a la realidad misma del propio «fenómenos extraño» a explicar, lo que no era siempre así, ni mucho menos).
Y por esto que digo, lo que yo desde hace tiempo tengo por fenómeno verdaderamente extraño es el hecho de que esta plaga de especialistas de lo paranormal no tengan en la Iglesia a uno de sus más firmes enemigos y opositores. Cierto es que, oficialmente, en su Catecismo, por ejemplo, se condenan la adivinación y otras prácticas mágicas, pero más parece una declaración puramente formal que, finalmente, acaba por no tener consecuencia alguna. Y así, clérigo he visto que, después de un debate televisivo, se dejaba leer las manos por una vidente y quiromántica, y al que yo me permití sugerirle que podía devolverle el servicio confesándola. E incluso hay por estas tierras, o mejor, por estas televisiones (lo que no está en la televisión no está en el mundo) alguien que se autodenomina «bruja cristiana». ¡Y nadie dice nada! Yo supongo que hay dos posibles explicaciones a este respetuoso silencio guardado por la Iglesia: una, que sabe que, de entrar en liza, se verá acompañada por individuos que defienden posiciones no ya escépticas, sino incluso materialistas y ateas, y , por razones de imagen, no quiere ser vista en tal compañía; y la otra, quizá por aquello de que a río revuelto…; que se hable cuanto se quiera de fenómenos ocultos, extraños, paranormales, sobrenaturales; que se hable de aparecidos, de fantasmas, del más allá…, porque eso, al cabo, sólo contribuirá a difundir y asentar la creencia en un más allá. Me parece, sin embargo, que es un error, una estrategia equivocada, y creo que, aunque no fuese más que por motivos de marketing empresarial, la Iglesia debería combatir y mostrarse beligerante con todos esos movimientos ocultistas, porque no sólo no prestan ningún servicio al Reino de Dios, combatiendo el materialismo ateo, sino que le restan clientes. Igual sucede que cada vez hay menos curas porque cada vez hay más adivinos.
*
Ahora bien, yo no tengo por cierta ni una sola de las supuestas apariciones paranormales o sobrenaturales de las que se habla: ni de vivos ni de difuntos, ni de Dios ni del Diablo, ni admitidas por la Iglesia ni admitidas por parapsicólogos, espiritistas y demás miembros de este moderno aquelarre de lo paranormal. Esto no es una cuestión de números, no es un problema cuantitativo: con que una sola fuese cierta, sería más que suficiente. Un millón de casos verídicos no probaría más de lo que prueba ese solo. Me viene ahora a la memoria, a propósito de esto, la siguiente anécdota. Me encontraba participando en un debate sobre el Diablo, y entre los contertulios se hallaba un venerable exorcista, el cual, dando noticias de su carrera, decía que en todos los exorcismos en los que había participado, las supuestas posesiones no eran tales, sino fingidas y fraudulentas, cuando no simples manifestaciones de histeria u otros trastornos mentales. «Menos una», añadió finalmente. «Y de otra no estoy muy seguro», precisó, pasando, acto seguido, a detallar los pormenores de aquella auténtica posesión, en la que, según creo recordar, incluso había alguien que volaba por la nave de una iglesia.
Pero entonces, si no podemos dar por buena ni siquiera una sola aparición fantasmal, ¿cuáles pueden ser las posibles explicaciones naturales y normales de los fantasmas?
En «De las falsas ciencias», otro de los escritos que forman parte de esta colección de ensayos a la que, con permiso de Maimónides, vengo denominando Guía de perplejos, al ocuparme, de una forma más general, de las llamadas «ciencias ocultas» en conjunto, recogía yo algunas de esas principales explicaciones enteramente normales que se pueden dar de esos considerados fenómenos extraños. Y aunque no es mi deseo repetirme ni ser reiterativo, no me conformaré tampoco con remitir al lector a dicho artículo (aunque creo que debería consultarlo si desea tener una perspectiva más completa y general de todo ello); optaré, pues, por un camino intermedio, limitándome a recordar alguna de esas explicaciones que mejor se adaptan al asunto que nos ocupa.
Por lo pronto, no estará de más insistir (porque todo lo que se haga siempre será poco) en que la mayor parte de las historias de fantasmas son, sencillamente, falsas y fraudulentas. No tiene nada de paradójico el afirmar, como hace Hans Herlin, que «con bastante frecuencia ha sido el fraude la explicación de los fenómenos». Así de simple. Y, en cierto modo, nada más fácil que crear un fantasma. Veamos. Nos encontramos en Oviedo, en la plaza de la Escandalera, desde la que podemos contemplar la hermosa fachada del Teatro Campoamor. Usted pasa por allí, pongamos que a altas horas de la madrugada, y en una de las ventanas ve una cortina que parece haberse movido, e incluso que recuerda vagamente una forma humana. En ese momento pueden suceder dos cosas: una, que, con toda su buena fe (los culpables serán, sin duda, los generosos hosteleros de la zona), usted crea ver realmente una mujer (puestos a dejarse llevar por la fantasía, ¡a quién diablos le interesa ver a un hombre!). Otra, que de inmediato advierta que no es más que una cortina, movida, quizá, por una ligera corriente de aire, y que lo que parece un individuo humano no es sino un efecto de su imaginación, es decir, una vulgar y simple pareidolia. Pero, aun así, se le ocurre que es un buen momento para contribuir al desarrollo turístico de la ciudad mediante un invento: «El fantasma del Campoamor». Llegados a este punto, resultaría muy conveniente contar con la colaboración de un amigo periodista (tanto mejor si trabaja en alguna televisión, pero, en su defecto, también puede servir la prensa). Todo lo que ahora se necesita es una entrevista en la que usted (utilice, en lo posible, un tono grandilocuente y melodramático) narre detalladamente los pormenores del encuentro (puede añadir, entre otras cosas, que en el momento de la aparición experimentó un frío intenso y que le pareció oír un lamento o algo así como cristales que se rompían). Y ahora sólo hace falta esperar unos días (si es preciso se insiste con la noticia). De inmediato comenzarán a dar señales de vida una serie de individuos, deseosos de llamar la atención, que asegurarán a ver visto lo mismo. ¿Cuántos? Pues depende, pero podemos hacernos una idea aproximada si damos por bueno el cálculo de Feijoo, según el cual:
«En cada Lugar de cinco, o seis mil individuos de población (tomando uno con otro) habrá doce, catorce o veinte, que digan haber visto Duendes. Ruego a los que tienen práctica del Mundo me digan con sinceridad si hacen juicio que en Pueblos de este tamaño no haya más de veinte embusteros […] Ciertamente –añade Feijoo– es menester un amor heroico a la verdad para no violarla jamás con una mentira leve, cuando en esto se atraviesa el interés propio, sin riesgo del perjuicio ajeno. Por lo común no se necesita tanto motivo para mentir en materia de apariciones, basta aquella complacencia transcendente que experimenta en referir cosas extraordinarias el mismo que se acredita ocular testigo de ellas» [Teatro crítico universal. III, 4].
Así pues, cuántos respaldarán nuestra patraña depende del número de embusteros simples o histriónicos o histéricos graves que haya en Oviedo o en sus alrededores; individuos éstos últimos que, por el mero hecho de ser conocidos y que se hable de ellos, son capaces de declararse culpables de un crimen que no han cometido (como es sabido, para protegerse de ellos, la policía nunca hace públicos todos los datos que conoce acerca de un determinado delito). Se trata de lo que Schneider denominaba «psicópatas con afán de notoriedad» o «necesitados de estimación», y entre cuyos rasgos de personalidad más destacados se encuentra el contar mentiras (por puro afán de notoriedad, ni más ni menos), pero que, a diferencia de lo que sucede con un mentiroso normal y corriente, ellos mismos terminan muchas veces por creerse, al punto que acaba por resultarles imposible distinguir la verdad de la ficción (es lo que se llama una «pesudología fantástica»). El siguiente paso vendrá dado por sí mismo: a la hora que usted haya dicho que avistó el espectro, comenzarán a congregarse en la Escandalera una serie de tipos humanos de lo más pintoresco: curiosos, sin más, creyentes fervorosos en la realidad de tales fenómenos, escépticos que no buscan, acaso, sino un rato de diversión… Despreocúpese de los que se rían o de los que después de mirar durante un rato a la ventana se encojan de hombres y den media vuelta. Tenga la completa seguridad de que entre los allí presentes, algunos habrá que se encuentran plenamente predispuestos a ver lo que usted y sus pseudólogos han dicho; mas también otros particularmente sugestionables que acabarán por ver (o decir que ven) lo que dos o tres personas les atestigüen insistentemente que ven (hay experimentos al respecto). Y ya está: pasados unos meses habrá docenas de individuos que estén dispuestos a jurar por su vida que en el Campoamor se aparece un fantasma. Como señala Kant:
«Siempre ha sido así y lo seguirá siendo en el futuro que ciertas cosas contrarias al buen sentido encuentren aceptación, incluso en personas razonables, meramente porque la gente hable de ellas».
O como también observa Feijoo [Cartas eruditas y curiosas, II, 22]:
«siempre que se divulga algún fingido portento, aunque después se descubra la verdad, queda entre pocos individuos el desengaño, habiendo inundado Reinos enteros la ficción».
Pero volviendo a nuestro fantasma, nos resta aún la fundamentación teórica del asunto: conocida su existencia, no dejará de entrar en escena algún profesional de lo anómalo (seguramente más de uno) que vea ahí una buena ocasión para llenar su consulta o agencia de viajes paranormales, quien, en comunicación con el espectro, no tardará en proporcionar noticia exacta de su biografía: se trata de una pobre muchacha que en septiembre de 1948 asistió en el Teatro Campoamor a la representación de la ópera Manon, enamorándose desesperadamente de uno de los barítonos. Poseída por aquél amor sin esperanza y sin futuro, la dulce criatura languideció sin remedio y se consumió con premura, hasta ser arrebatada por la muerte. Desde entonces, periódicamente, se deja caer por el Teatro para ver a su amado en los registros psíquicos que de éste se conservan en el edificio (hay que tener en cuenta que ponía mucha emoción en su cante). Después de todo, ¿quién mejor que un fantasma para captar los registros psíquicos de otro? Y fin de la historia: ya tenemos «El fantasma del Campoamor». Ahora quizá podamos plantearnos hacerle unas fotos (usando para ello de alguna de las técnicas fraudulentas que se utilizan en estos casos: exposición doble, barrido, mezcla o superposición de fotografías distintas, &c.), con las que haremos postales, y nos sentaremos a esperar la llegada de los primeros turistas.
Tal es, en su inmensa mayoría, el origen de las historias fantasmales. Mas, ¿qué sucede cuando éstas no nacen del fraude o la mentira, es decir, cuando alguien cree estar presenciando realmente una aparición? Me limitaré a señalar, en apretado resumen, algunos de los más importantes mecanismos explicativos. (Permítaseme que vuelva a sugerir al lector la consulta de mi artículo antes señalado.) Algunos de ellos se encuentran, de todos modos, implícitos en el desarrollo del experimento que acabamos de sugerir: así, tanto la sugestión como el miedo son excelentes aliados de las apariciones; éstas también pueden ser el producto de determinadas alteraciones de la percepción (alucionosis, pareidolias, ilusiones o imágenes hipnagógicas, &c) y demás fenómenos ópticos y visuales. En otros casos puede tratarse de estados de obsesión o de angustia, de alteraciones de la conciencia: los conocidos como ECAs, esto es, estados de conciencia alterados, en cuya génesis pueden hallarse las más variadas circunstancias (emocionales, químicas, ambientales, &c.), y que pueden provocar la vivencia de «fenómenos extraños», incluidos casos de autoscopia, en la que individuo percibe su doble, es decir, a sí mismo visto como en espejo. (Por supuesto, según Lecouteux se trata del Doble en sentido estricto.) Y todo esto sin olvidar lo que son sencillamente delirios o alucinaciones, algo que en determinadas circunstancias puede ser experimentado por cualquier individuo normal, y de forma habitual por psicóticos o epilépticos. Lo que sucede es que antes, cuando alguien decía que hablaba con Dios o con su bisabuelo difunto, se le ponía a tratamiento, y ahora, en cambio, se le saca en televisión, exigiendo, además, que se tenga un sacrosanto respeto a su experiencia y a su opinión, porque, después de todo, ¡quién sabe!, a lo mejor es verdad…
De entre todos esos fenómenos psicológicos que han podido alimentar las historias de fantasmas, hay dos sobre los que quisiera llamar especialmente la atención, por cuanto que tienen que ver de manera muy directa con el asunto del que tratamos. Me refiero, por un parte, al síndrome de Kandinsky, que consiste en una pseudoalucinación acompañada del sentimiento de imposición, es decir, que el individuo siente que existe un agente responsable que la provoca y se la impone; y por otra, a la sensación de presencia: el sujeto tiene la impresión de que a su lado hay una presencia invisible que, tal vez por eso mismo, acaba interpretando como una entidad no humana. Como muchas otras de las alteraciones mencionadas, es frecuente en esquizofrénicos e histéricos, pero también en personas sin especiales problemas psicológicos o mentales, si se encuentran en algunas circunstancias extremas que pueden provocar un aumento notable de la sugestión. Tal puede suceder en estados de cansancio máximo, soledad persistente y continuada o situaciones de privación sensorial. Circunstancias como ésas pueden dar lugar a un agudo despertar de la imaginación, seguido de la proyección de miedos, angustias o inquietudes, lo que conduce a interpretaciones falsas de la realidad, siendo los estímulos naturales interpretados conforme a las expectativas del sujeto.
El siguiente caso, del que da cuenta el psicólogo Graham Reed, ilustra muy bien no sólo cómo a partir de una sensación de presencia puede fraguarse la historia de un fantasma, sino también aquellos mecanismos de propagación de la historia misma de los que hablábamos a propósito del experimento que sugeríamos antes, tendente a crear nuestro fantasma ovetense. En este caso se trata del «espectro gigante del Ben Macdhui» (una cima de las montañas escocesas):
«Esta leyenda en concreto –escribe Reed– es de un origen bastante reciente, de finales de 1920, cuando llegó a los periódicos la historia de un veterano montañero además de científico respetado. El profesor N.J. Conllie recordó que en una ocasión, cuando estaba solo en la cima del Macdhui, sintió que podía “oír” los pasos en la nieve como de alguien o “algo” que le acompañaba. La sensación le asustó tanto, que descendió de la cumbre. Desde entonces, la “cosa” invisible acechó a muchos caminantes solitarios en la cima nevada del Macdhui, en grandes acantilados y ensenadas solitarias».
Podemos apuntar todavía otros dos ejemplos –expuestos asimismo por Reed,– aunque no se trata propiamente de una sensación de presencia, sino de auténticas alucinaciones provocadas por privación sensorial o privación de estímulos, y vividas, sin embargo –importa subrayarlo– por individuos perfectamente normales y sanos desde el punto de vista psíquico:
«el navegante solitario Joshua Slocum tuvo mareos en medio del Atlántico Sur y no pudo salir de su camarote durante varias horas. En medio de la tormenta, un timonel fantasma apareció y tomó el control de la nave. Slocum tuvo una larga conversación con él, y se le dijo que su visitante era el piloto de uno de los barcos de Cristóbal Colón. También tenemos –prosigue Reed– el caso del almirante Byrd que se aisló voluntariamente en la Atlántida durante seis meses en busca de paz y tranquilidad. Pero el silencio, oscuridad y monotonía de su entorno tuvieron un efecto diferente. Durante casi todo el tiempo, Byrd se mantuvo acostado en la cama, apático e inactivo, víctima de alucinaciones espeluznantes».
*
Mas con quien tales explicaciones encuentre aún insuficientes y persista en afirmar la realidad de los fantasmas y sus apariciones –la realidad, en general, de la existencia de espíritus–, nada más hay que discutir ni argumentar: donde ninguna prueba se presenta, ninguna prueba hay que refutar, y donde a los argumentos esgrimidos ningún argumento se opone, no resta, por nuestra parte, sino abandonar toda seriedad, y advertir, lo mismo que hizo Kant ,después de haber refutado los sueños del visionario Swedenborg, que tal entramado fantástico es
«motivo para la ironía, la cual, sea fundada o no, constituye el medio más poderoso que ningún otro para impedir frívolas investigaciones, puesto que pretender llevar a cabo de un modo serio interpretaciones sobre los fantasmas cerebrales de los fantasiosos implica ya un cierto defecto y se torna sospechosa una filosofía que se deja ver en tal mala compañía».
Así es, en efecto. Y por ello me permitiré poner aquí punto final a lo que (a ratos, al menos) ha querido ser un intento de análisis medianamente serio del asunto (hasta donde ello es posible), y que lo haga haciendo mías también las palabras con las que Kant corona el suyo:
«Ciertamente, no sólo no he negado anteriormente que existiera engaño en tales apariciones, sino que, más aún, lo he implicado en ellas […] pero, ¿qué clase de necedad hay que no pueda conciliarse con una filosofía sin fundamento? Por ello, en modo alguno censuro al lector si en vez de considerar a los visionarios como medio ciudadanos de otro mundo los despacha rápida y definitivamente como sujetos a la enfermería y se dispensa de esta manera de toda ulterior investigación. Pero, si se generaliza esta actitud, también el modo de tratar a estos adeptos del reino de los espíritus debe ser muy diferente de aquél que resulta de las ideas anteriores y, puesto que en otro tiempo se creyó necesario quemar a alguno de ellos, ahora bastaría sólo con purgarlos. Entendiendo así las cosas, tampoco hubiera sido necesario remontarse tan lejos ni buscar, con la ayuda de la metafísica, secreto alguno en el febril cerebro de fanáticos engañados. El agudo Hudibras nos hubiera podido solucionar el sólo el enigma, pues según su opinión: 'Cuando un viento hipocondríaco se desencadena en los intestinos, depende de la dirección que tome: si va hacia abajo, resulta un pedo, si va hacia arriba es una aparición o una inspiración santa'.»

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Piratas

Marchas vacias

viernes 1 de septiembre de 2006
Marchas vacías
Hugo Alberto de Pedro (Buenos Aires)
E N Argentina no es una novedad que la situación de la seguridad y el estado de violencia desde hace muchos años pasa por una crisis, sin resolución desde lo institucional, que diariamente impone muertes y colocan a las personas en un estado de miedos zozobra que no les permiten disfrutar del conjunto de los derechos y libertades públicas que se merecen. Para muchos miembros de nuestra sociedad se hace imprescindible aumentar la acción del Estado para terminar con el flagelo a través de una mayor actuación de las fuerzas del orden público, incrementando las sanciones penales, disminuyendo la edad de imputabilidad por los delitos cometidos y otras medidas orientadas en el sentido represivo. Además de algunos, muy pocos, matices en las acciones preventivas. Para otros muchos la cuestión encontraría su solución cuando se acaben las causas, que llevan a que los delitos se extiendan por doquier, que determinan la inseguridad del ciudadano sin distinción de situaciones personales, sociales y económicas. Ahí tenemos el problema que genera el desempleo, la falta de viviendas o la precariedad de las existentes, las inocuas políticas sociales, la drogadicción y el alcoholismo más la prostitución organizada, la falta de perspectivas y de un futuro previsible para nuestros más jóvenes y de un futuro digno y humano para todos en general, entre otras dentro de la economía de mercado y del capitalismo reinante e impuesto a rajatabla sin miramientos. Por un lado aparecen los damnificados y víctimas de la inseguridad, a los cuales se suman los sectores más reaccionarios de la vida social, política, económica y uniformada de nuestro país que tienen una responsabilidad muy importante en las causas del problema. Convirtiendo la cuestión en un asunto político, partidario y especulativo que no hace más que deteriorar, o beneficiar según como se mire, la comprensión y atención del tema. Por otro lado están aquellos que con base en los oportunismos pretenden acallar cualquier demostración de preocupación y búsqueda de soluciones, sin permitir generar los debates y discusiones necesarias para atender las causas que sabemos son perfectamente corregidas de implementarse, claro está, aquellas políticas estatales que permitan desvanecer la exclusión social generada por la indigencia y la pobreza. Nadie puede negar que en Argentina existen grupos, sectores y organizaciones delictivas perfectamente organizadas para llevar delante de diferente forma los delitos contra la persona humana. Estos tienen siempre la complicidad y actividad de personajes relacionados, componentes también, de las mismas instituciones que deberían actuar en la prevención y en contra del delito. Además padecemos como sociedad de un sistema correccional perverso y deficiente con un actuar de la justicia que por lo general impide el debido castigo y la conveniente investigación en las causas procesales, junto a la falta de vocación de subir la escalera de las responsabilidades habidas. No existe sociedad en el mundo que no esté amenazada por los delitos que conllevan al quebrantamiento de la seguridad y la paz, o a la sensación de un estado de inseguridad colectiva. Pero ello no es justificación en lo más mínimo para pretender convertir al Estado en un represor público-institucional permitiendo los excesos y pérdidas de libertades y derechos, como tampoco del proceso judicial justo y debido. Los Derechos Humanos de todos es una materia de altísima consideración y de permanente lucha de las mujeres y hombres comprometidos en la defensa de la vida y de los derechos individuales y colectivos del género humano. Entre esos derechos están los concernientes a las libertades de expresión y de información, como asimismo los de peticionar a las autoridades públicas, los cuales están particular, expresa y tácitamente establecidos tanto en la Constitución Nacional como en los Tratados Internacionales con igual jerarquía con ésta. Que nadie se equivoque en el camino por buscar las imperiosas y necesarias soluciones, porque ello nos conducirá a que nada pueda ser corregido, nuestro sistema democrático con todas las falencias propias de su falta de participación y con las representaciones diseñadas e impuestas para la conveniencia de las políticas de turno debe hacerse cargo del problema en forma integral. Es necesario un debate abierto, sin mezquindades ni excluidos, donde se permita oír todas las voces; y donde desde cada postura ideológica se aporte todo aquello que sea necesario. No será negando el problema de la violencia y de la inseguridad, y menos minimizándolas a meras estadísticas, como se resolverá la cuestión tratada. Será posible solamente si desde las políticas de los distintos gobiernos se solucionan los problemas de las necesidades básicas y humanas insatisfechas, porque ahí es justamente donde veremos cumplidos todos nuestros anhelos de una sociedad justa, libre y fraternal que termine con las violencias y violaciones de cualquier tipo. En el día de hoy los que marchen en uno u otro sentido por las calles y plazas no deberían desconocer estas cuestiones mínimas, para no caer así en estériles enfrentamientos que conducen inevitablemente a que en el mañana el problema siga sin resolverse. La sociedad imperiosamente debe saber marchar y luchar por una vida mejor

Lo que dijo Antonio

viernes 1 de septiembre de 2006
Lo que dijo Antonio
Juan Urrutia
A NTONIO dijo el día 11 de Abril de 2006 a las 00:55: SOLIDARIDAD CONTRA FACHARROJOS DON PÍO MOA, pido, en este su foro, solidaridad con Vistazoalaprensa.com que está siendo hackeada con violencia por los facharrojos enemigos de la libertad y de España. En Cartas al director se hacen análisis de situación valiosos, pero lo que es verdaderamente impresionante es el análisis semanal de Ismael Medina en Firmas Invitadas. Recomiendo vivamente visitarlo, si no se conoce. He encontrado este comentario en el blog de Pío Moa, cuya dirección es: http://www.libertaddigital.com/bitacora/piomoa/ Para acceder directamente a la opinión de nuestro amable lector vayan a: http://www.libertaddigital.com/bitacora/piomoa/comentarios.php?id=1047 Es el último de está página, para más señas el número cincuenta. Quizás pueda parecer aventurada la afirmación de que los “facharrojos” fueran los saboteadores de Vistazo. Es sabido que hoy día niños de teta pasan el rato introduciéndose en la base de datos del FBI o destruyendo equipos informáticos a base de virus y otros engendros por mera diversión o mala leche. Sin embargo creo que existen pistas que dan la razón a don Antonio. Cuando me percaté de que nuestro diario digital no funcionaba escribí un e-mail a José Luis Navas sugiriendo medio en broma la posibilidad de que las fuerzas pro Zapatero hubieran tenido algo que ver en el asunto. Sólo era una intuición, así que me puse a investigar encontrando indicios muy esclarecedores. En los últimos meses, diversas webs que contaban entre sus contenidos con artículos contra la política de Zapatero, que pedían el esclarecimiento de lo que sucedió en el 11-M, condenaban el terrorismo y la complicidad de los nacionalismos, atacaban mediante el humor o la sátira los despropósitos del PSOE o publicaban noticias censuradas en otros medios, entre otras cosas, fueron inutilizadas de forma similar a como lo fue esta. Algunas han podido recuperarse, otras han desaparecido. A continuación verán una lista de las páginas afectadas: www.gruporisa.com www.hasta-los-huevos.com www.elbatzoki.com www.pacotaco.com www.prisoe.net www.hazteoir.org www.tveplus.com www.desbarra.com www.eleccionesanticipadas.com www.superzp.com www.antizp.com www.vistazoalaprensa.com www.granvia32.com Si los contenidos de esta y las demás páginas son ilícitos, que el juez decrete la clausura irrevocable de las webs, blogs, diarios digitales o lo que sean. No es el caso, los contenidos sólo son inconvenientes para la publicidad del gobierno que nos pinta una España rosa pastel. Coartar la libertad de expresión es lo segundo que hace un régimen dictatorial, lo primero ya se lo imaginan. Hemos tenido a ETA haciendo “lo primero” durante treinta años y ahora sus compinches se encargan de la segunda parte, el apagón informativo. Una sociedad desinformada es una sociedad indefensa, pues sin información difícilmente puede haber opinión. Quien desea esto es sin duda un fascista de primer orden. Temo que, con tantas agresiones, nuestra democracia no llegue a vieja, si es que vive todavía. Afortunadamente aún queda un puñado de valientes, entre los que se cuenta nuestro director, José Luis Navas-Migueloa, que siguen luchando para que la ciudadanía pueda acceder a una información plural, contribuyendo por lo tanto a la manutención de los valores democráticos. Mi más sincero agradecimiento para Antonio por habernos defendido públicamente.

La mamola de Peman

viernes 1 de septiembre de 2006
La mamola de Pemán
Antonio Parra
L A mamola de Pemán como la oreja de Van Gog ha vuelto a temblar en este verano caliente de misiles deletéreos, de rugir de tanques y de malas palabras. Debajo de las ruinas lanzan los guerrilleros bazokas de fabricación casera. Unos atacan con el armamento más sofisticado salido de las cajas de guerras pentágonas y otros repelen la agresión con la navaja o con la honda de David que tumbó a Goliat. Guerra de fuego real, declaraciones y contradeclaraciones, la vida nacional erizada de micrófonos y de batallas. Claro, la barbilla de Pemán un tanto vacilante y quejada de parkinson me remite a aquellos XX años de paz y a aquel ABC de Luca DE Tena que yo compraba con la sisa de tres pesetas de la huelga que me daba mi madre para ir al cine. Pienso que aquellas tres pesetas fueron mi mejor inversión. Yo me hice lector empedernido con el Promotor de la Devoción que editaban unos franciscanos de Palencia, la primera revista que entró en casa; después vendrían Guión y Reconquista dos publicaciones militares que traía mi padre del cuartel y en las que escribía de cine Feliz Martialay. Sin embargo las “terceras” de ABC eran una palestra de plumas galanas, autores de lujo: Azorín, Pérez de Ayala, Fernández Almagro, Cela, Joaquín Calvo Sotelo y hasta Julio Camba al que alcancé a leer. Todos ellos eran una especie de elegancia personificada, de la buena prosa y de la ironía mayestática. Todo un friso de excelencias. Algún día me dije yo por entonces. ¿Seré capaz de enhebrar un artículo como González Ruano? Don César era una de las deidades máximas de aquel Olimpo de huecograbado. El rotativo de la calle de Serrano de entonces nada tiene que ver con el que por estas calendas dirige un tal Zarzalejos con sus obsesiones zionistas y con su hermanísima asidua de todas las tertulias con sus participios en “ao” de las siete calles, un indicio que a mí que soy asaz observador me ha puesto en autos de una conjura. El conflicto vasco, dédalo de esta España en carne viva, está siendo alentado por los enemigos de siempre, esas fuerzas oscuras invisibles e inaccesibles y como emanadas del infierno. Alguien mueve los hilos y organiza frenéticas coartadas, ensamblando urdimbre de medias verdades y de mentiras tremebundas que no nos quieren contar. El caso es mantener al pueblo oscuras y a la opinión pública entretenida con la boda de Rociíto o con las prisiones de trincones y de chorizos y los trampantojos del Julián es mi hombre y otras hierbas. Lo que quiero decir es que aquel periódico de don Torcuato albergue de la inteligencia y un si es no es liberal con algún poso de descreído fue la primera oposición al Régimen aunque sin alharacas. Porque todos por entonces considerábamos a la guerra civil una cuestión zanjada y se refrendaba a la paz y a la reconciliación, en prueba de ello, que el diario monárquico daba hospedaje a escritores republicanos y de toda laya como el susodicho Pérez de Ayala, Claudio Sánchez albornoz, Max Aub y otros del exilio. Aquel era un periodismo de altura con el coturno alto que nada tiene que ver con las prosas navajeras y perroneras que hoy se estilan cuando lo servil abre sus brazos. Nunca llegué a suponer yo que algún día pudiera firmar en ABC pero el sueño lo alcancé con un artículo sobre Arthur Koestler al que había hecho previemente cuando era corresponsal en Londres una entrevista enterándome de las interioridades de la guerra civil. El Sr. Koestler fue salvado de la muerte seguro por el jefe de Prensa de Franco, Luis Bolín, quien a su vez era un doble agente británico. Pero ya digo decir eso hoy no conviene a la agitación y propaganda de ciertos intereses creados que es a lo que ha llegado esta profesión bajo la égida de lo global. La prensa hoy basura más que nunca. Nada de extraño, pues, el que a lo largo de una encuesta entre los jóvenes se diga que el periodismo sea una de las profesiones menos valoradas. Ahora todos quieren ser médicos, enfermeros o funcionarios. Entonces aspirábamos a la gloria literaria y todos queríamos escribir un poco como don José María Pemán. Una especie de gran referente. Ahora al cabo de los años he vuelto sobre el autor que yo idealizaba. Había llenado mi habitación de números de ABC con su firma. Creo que llegué a tener seis años de su vida en artículos. Ya no cabían en los estantes hasta que un día haciendo limpieza mi madre me los tiró. Los enemigos mayores de la letra muerta son la humedad, la polilla, el paso del tiempo y las mujeres sobre todo las archiveras. Haciendo tría infausta de desmarridos papelotes. Todo eso es letra vacua no me empapeles. No me jodas. ¿Para qué? Buena gana. La palabra es vida que fenece. No nos pongamos tristes pero yo no me desprendo jamás de ningún documento ni de ningún libro por antiguo que sea. Viejo soy pero no canso pero a este afán de acaparar cosas inservibles también libros y artículos lo llaman la “enfermedad de Diógenes” pero les participo que punto a coleccionismo no me dio tan fuerte como a un hermano del pobre González Aboín el cual había reunido en su piso de Argüelles nada menos que cincuenta años de periódicos atrasados y de revistas de cine pues era cinéfilo. El casero protestó porque aparecieron grietas en las paredes y el muchacho hubo de deshacerse de tan valiosa hemeroteca. Valgan estos exordios para explicitar el por qué a mí me fascinó siempre la barbilla de Pemán que le rilaba algo a la vejez por más que su pluma conservase hasta el final su clarividencia y equilibrio. A veces hasta demasiada guasa. Lo recuerdo en aquellos tés del Palace displicente, diserto cansado y encantado y desencantado a la vez de la vida. Su recuerdo me devuelve la imagen del joven que fui: aquel anhelo y en mi aspiración a la tarea de escritor para la que me preparé de firme y le pegué duro en la vida. Si los resultados y en este juego nunca está dicha la última palabra porque al final y al freír será el reír no estuvieron a la altura de mi tesón eso ya no depende de mí sino de los hados. Nosotros lo hemos tenido más duro que la generación de Pemán que ganó una guerra y nosotros siendo hijos de los vencedores creo que la perdimos. Esa no es nuestra culpa. ¿No? Creo haber conocido la obra de este autor bastante bien. Por eso me parece que primer Pemán el del Divino Impaciente y el que escribía comedias reivindicando la figura del Cardenal Cisneros y el que narró la entrada en Madrid de los nacionales días de reconciliación nacional y de paz que pasaron pronto nada tiene que ver con aquel Séneca un tanto escéptico y decepcionado que escribía desde su retiro gaditano. El Pemán de Sevilla se parece poco al de Cádiz. Entre medias debió de haber una evolución. Escribía como un señor pero nunca dejó de ser un señorito y distante para con el resto de los mortales y un poco en plan de amo del cortijo. Su humor también me pareció discutible. Un poco cargado de mala leche pero le caía muy bien a las señoras y sus Terceras eran la comidilla de los ricos que discuten en petit comité. Habiendo sido el niño mimado del Régimen evolucionó hacia la critica del sistema que lo coronó poeta laureado o poco menos. Fue una de las primeras ratas en abandonar el barco. Se llevaba muy mal don José María con los falangistas. Todo debió de arrancar de sus diferendos con la familia Primo de Rivera. A pesar de ser paisano del dictador dijo pestes de su persona y luego tildó en un artículo a José Antonio como un señorito bravucón amante del champán francés y de las elegantes señoras (por lo menos en eso desmiente al malvado Ian Gibson que acusó de mariconería al fundador de Falange y por esta causa el que esto escribe en el Café Gijón estuvo a punto de darle entre las orejas al sabiondo historiógrafo irlandés o inglés o lo que fuera pues su madre no tiene la culpa de que él sea tan hideputa) y su hermano Miguel como buen nacido sacó la cara por él desafiándole a batirse. Un duelo entre el hermano del Eterno Ausente y el presidente de la RAE. Aquello fue un escándalo mayor en la España de los cincuenta. Gran escándalo. Hubo que echar tierra al asunto. Para ello Franco se valió de los buenos oficios del general Varela, Valerita, que para eso era paisano al que miró siempre don José María por encima del hombro pues el general era hijo de un chusquero pero Varelita todo lo que tenía de valiente lo tenía de simpático y chapucero. Fue en persona a recibir al escritor a la estación de Atocha que llegaba en el expreso de Andalucía de muy mal humor pero dispuesto a asumir las consecuencias de lo dicho por él en la conferencia y cuando ya los padrinos estaban nombrados y asignado el campo – duelo a primera sangre y a pistola- quedó abortada la situación. Y si no hubo avenencia porque al parecer el propio Caudillo templó gaitas por lo menos quedó suspendido el encuentro en el campo del honor. Secuelas quedaron. El escritor gaditano nunca fue muy bien quisto en FE pero corramos un tupido velo. Por chaquetero y por algo meapilas no sé si con razón. Lo cierto es que Pemán que había empezado su carrera literaria al halda del cardenal Herrera Oria y del grupo del Debate se convertiría en heraldo del aggiornamiento y un gran propagandista de las “excelencias” del Vaticano II. Con motivo del cuarto de siglo de su muerte se reivindica su figura y algunas obras de Pemán están siendo editadas. Resplandece su aticismo, sorprende su elegancia pero era un artista en el arte de escribir bonito sin decir nada. La consistencia ideológica ni el peso del pensamiento filosófico eran su fuerte. Se consideraba un vitalista. Un vividor. No sé si le cuadra el título de meapilas pero a la iglesia estuvo ligado durante bastante tiempo. Yo recuerdo cuando estaba con los jesuitas aquellas clases de retórica que nos daba el P. Penagos y que nos ponía los artículos de Pemán para estudiarlos como modelos. Sus imágenes sus tropaos superaban a veces en galanura a los del propio Cicerón. Yo creo que fue un niño mimado del franquismo que acabó convirtiéndose en enfant terrible pero muy influyente en la elaboración de una mente monárquica en Franco primero a favor de don Juan Y después de don Juan Carlos de quien se sentiría junto con Emilio Romero y acaso con más éxito que el arevalense en preceptor del príncipe. Era muy amigo del grupo de Estoril pero el fino gaditano sabía bien torear y templar gaitas cuando hubo que elegir entre el hijo y el nieto del rey que abdicó. Pedro Sainz Rodríguez otro gran intrigante fue uno de sus grandes amigos. Este verano he vuelto a releer “Mis almuerzos con gente importante”. Un clásico de la diplomacia de mantel, un Miura astifino era don José María Pemán. Comensal muy festivo y ameno. Conocía a todo quinqué con peso especifico y como no había parlamento entonces la política solía hacerse de forma más convivial e inteligente en los restoranes de cinco tenedores. En los figones la cólera del español sentado suele mitigarse y de la panza sale la danza. Pero es la tradición de nuestro Decimonono cuando la política solía hacerse en los cafés y en las chocolaterías. De grandes cenas están las sepulturas llenas y las merendolas son del pueblo. La aristocracia vuela por otros melindres. Y este es Pemán. Un álgido personaje con aire florentino. Sin embargo en su almuerzo con Calvo Sotelo el que fuera ministro de Hacienda de Primo Rivera calla una de las causas fueron a mi juicio de su asesinato y el desencadenante de la guerra civil: el enfrentamiento de éste con los poderosos trusts de hidrocarburos al negarse a ceder el monopolio de la CAMPSA. No se lo perdonaron. “Es la última vez que ese hombre habla en esta cámara”. La Pasionaria no hablaba por sí misma sino por boca de ganso azuzada por las fuerzas oscuras, los que conspiran en la sombra y muñendo guerras hacen cálculos de ganancia porque lo suyo fue siempre la alta finanza y la revolución mundial. Ese fue en definitiva, según me refiriera a mí el novelista Arthur Koestler en nuestra entrevista de Londres a la que aludo arriba, el origen del gran holocausto del 36, un conflicto que a los trazadores y dibujantes del gran diseño les sorprendió – acaso se les fue la mano- pues no pensaban que fuese a durar tanto ni a costar tantas vidas. Aquella guerra como todas tuvo pues un origen económico. Pemán sin embargo que fue uno de los que con su pluma y su palabra más contribuyó a la victoria se nos fue por las ramas; prefiere la anécdota, el chascarrillo fino, la original combinada con la levedad del ser. Escribe un poco con mordaza a cencerros tapados espolvoreando de anécdota su discurso. Siempre pienso que al margen de sus testimonios personales toda su novelística peca de light. Y de frase hecha. Cabe recordar que empezó como charlista y orador y su discurso era brillante. Buscando siempre el aplauso. Hoy sus columnas y Terceras de ABC vuelven a ver la luz en forma de libro pero en sus escritos es más importante que lo que Pemán dice lo que Pemán calla. Sus almuerzos con gente de fuste debieran titularse más que mis almuerzos mis silencios y alegorías con ellos. Ameno y escritor con tirón es un rato y ahí está una de las claves de su arte que debieran imitar algunos de sus tediosos émulos. Al periodismo español para ponernos a tono le harían ahora falta cuatro o cinco pemanes. Claro que esta gente ahora no interesa. Le pondrían en un aprieto a Nostramo. No se busca la excelencia y hoy cuanto más chabacano más triunfas. Eso sí; basta con tener un buen look

Residuo Rodriguez y el Estado piltrafa

viernes 1 de septiembre de 2006
Residuo Rodríguez y el Estado piltrafa
Juan Pablo Mañueco
A RRANCA el curso o lo que vaya quedando de la España residual, según frase descriptiva de Maragall, el político saliente que a la hora última ha querido sincerarse. No sé si la frase será políticamente correcta, pero es constitucionalmente veraz... Ya no rige la Constitución en una parte de España, según Maragall, sino que allí pueden hacer prácticamente lo que quieran los miembros del PPC (Partido del Patriciado Catalán). O sea, como hasta ahora, porque antes tampoco se respetaba por allí la pluralidad lingüística de los catalanes. Pero ya con cobertura estatutaria: contraconstitucional, pero legal. Residuo Rodríguez, el presidente del resto de España, sabrá lo que ha hecho. Y si no lo sabe, pronto empezará a experimentarlo. Porque los conflictos entre Administraciones van a ser continuos. En tal cosa ha consistido siempre el nacionalismo, al modo que se entiende por esos y otros lares. En crear conflictos al Gobierno central... Sólo que para quien acaudilla las huestes del Partido Socialista en Cataluña, ya se sabe quién va a quedar en plan monda desechable. Un residuo, es decir, los restos de la descomposición o destrucción de algo. ¿Y qué es lo que se va a descomponer o destruir exactamente...? ¿El Estado o Rodríguez? ¿El Partido Socialista o España? ¿El PP o la oposición, tan ineficaz? ¿O todo a la vez? Porque Maragall, que de los turbios manejos de la política sabe un rato desde que le fichó Franco para el Ayuntamiento de Barcelona, allá por los años 60 del siglo anterior, comprende que algo se desguaza. Y está contento con quitarse de encima esos zurullos o zurrapas. También por el norte están esperando a Zapatero para que les quite en medio otra cáscara: la legalidad. En agosto, los dirigentes de un partido ilegalizado por conexiones con el terrorismo se han manifestado como si no fueran dirigentes conectados con el terrorismo. El residuo que les queda es que les dejen presentarse a las elecciones sin arrepentirse de nada. Será otra prueba de eliminación de lo residual. El sumidero de la política española está preparado, pues, para otro periodo excrecencias y raeduras incluso mayores que las que ya llevamos vistas... Rodríguez, que en Cataluña ya va a ser un retal, hará todo lo posible para convertirse también por el norte en un ripio de la política que le marcan y cronometran otros, y que él se limita obedecer como si el Estado y la Constitución ya fuesen viejas reliquias. En este curso que ahora empieza muchas cosas van a convertirse en una piltrafa. Posdata. La designación de Joan Clos como nuevo ministro de Industria, que el PSC gobernante en toda España le impone a Residuo Rodríguez, prueba que éste es incluso más residual de lo que parece. Tampoco gobierna él en el resto del Estado que va quedando.

Fraga Iribarne, mi personaje de la semana

viernes 1 de septiembre de 2006
Fraga Iribarne: mi personaje de la semana
Félix Arbolí
F RAGA o Don Manuel, como ustedes prefieran, siempre ha sido un personaje controvertido y un político nato. Emulando al desaparecido y magnífico humorista, contrario a su ideología política, Miguel Gila, se podría decir de él, que cuando nació le dijeron a la madre (a éste no le parió una vecina): “Señora ha tenido usted un político, cabezón, inteligente y que vivirá…!ojú, ni se sabe!)”. Porque don Manuel puede alardear y con evidentes fundamentos de ser tantas cosas y tener más vitalidad y fuelle que muchos de los jóvenes guardaespaldas que le acompañan, aunque ahora con tantos años a sus espaldas, sus piernas al andar parezcan esa atracción de feria llamada “el balanceo”. Pero sigue dando guerra y demostrando que el “bueno” nunca muere en la película, aunque ésta sea tan real como la propia vida y en pantalla planetaria. Morirá, Dios quiera que aún tarde mucho, como en la famosa película de la caballería americana en su lucha contra los indios “con las botas puestas”. Al pie del cañón, como nuestra Agustina de Aragón que no era aragonesa, sino ceutí (caballa) y allá a su tierra natal fue a morir con la graduación de Teniente que le había otorgado el “deseado” y para la Historia el “indeseable y despótico” Fernando VII. He sido, un simpatizante y admirador de esta persona a lo largo de mi vida, a pesar de los incontables detractores que han intentado ridiculizarlo, calumniarlo y hasta despojarlo de todos sus aciertos y virtudes, que han sido numerosos a lo largo de su dilatadísima vida entregada totalmente a la política y, por encima de todo, a España. ¡Es admirable la constante lección de energía desplegada en todos sus actos y problemas!. ¡Cuantos políticos con sus cualidades y hasta con sus defectos, necesitaríamos en esta España tan llena de mediocridades y ruines en las claves del poder!. Pero dentro y fuera del gobierno, porque en una democracia civilizada, tan necesarias son la eficacia y la honradez de los que detentan el poder ejecutivo y el mando, como los que están situados frente, cuya misión debe ser brindar soluciones, allanar dificultades que redunden en beneficio de la sociedad y criticar con sensatez, sin insultos y descalificaciones de barriobajeros, lo que opinan que es censurable, rechazable o reformable. A Fraga los periodistas de mi hornada le debemos una ley de prensa que, aunque no fuera la panacea necesaria, supuso un alivio, un respiradero, ante tanta censura y mordaza de su antecesor. Éste sí que fue una constante pesadilla para todos cuantos teníamos la vocación y el deber de informar. Me refiero al inefable Arias Salgado, que ocupó el cargo de ministro de Información y Turismo desde 1956 hasta su muerte en 1962, (el recuerdo más tenebroso y penoso que podemos tener el profesional del periodismo de los tiempos de la Dictadura). La llegada de Don Manuel supuso una cierta tolerancia y un atisbo de libertad de expresión que se notó rápidamente en los medios de comunicación. Incluso el poder censurador pasó a depender de la propia dirección del medio y por lo tanto menos intransigente y demoledor que aquel ministro que no solo ganaría el cielo supongo, como premio a su exagerada beatería y escrupulosidad, sino que vivió hasta su muerte gozando las delicias del poder y la cómoda economía familiar y permitió que sus dos hijos participaran de los mejores colegios y universidades, incluso más allá de nuestras fronteras, así como de las mieles del poder y la política, como su querido papá, en gobiernos posteriores. Aún les parecían pocas las ventajas obtenidas desde que su padre lució el uniforme de alto cargo del Movimiento y dispuso del aparato y el chollo oficial, mientras el pueblo no se podía enterar lo que realmente ocurría a su alrededor, porque su férrea censura, (de la que fui víctima en más de una ocasión, sin comprender las razones), protegía nuestras almas de su posible vinculación con el mal, el sexo, la ideología contraria y hasta la supuesta duda de los inmutables Principios del Movimiento Nacional, que los altos cargos eran los primeros en pasárselos por el forro… Era una España un poco triste, algo rezagada del resto de Europa pero que tuvo, a pesar de sus muchas deficiencias y abusos, los mayores logros técnicos, industriales, agrícolas y sociales desde hacía incontables décadas. Le pese a quien le pese y aunque traten de ocultarlo con premeditación y alevosía. No hay que olvidar que ocupábamos el octavo lugar en el mundo desarrollado. Pasamos del analfabetismo en grandes porcentajes a la universidad masificada, ya que todos, independientemente de su cuna, condición y medios económicos, tuvieron acceso libre a esos centros antes vetado a los que no pertenecieran a la elite social. De las alpargatas que habían sido las usuales por el obrero y desheredado de la fortuna, se pasó a los zapatos, al principio de los de Segarra, muy económicos, pero tremendamente duros. ( Decían que Franco los utilizaba ya que se los regalaban los propietarios de la popular marca y él, con ese gesto tan gallego del ahorro de la “pesetiña”, prefería ponérselos y sufrirlos, que tenerlos que comprar). Del mono, no sólo para el trabajo, sino para vestir el día a día, se pasó a las camisas, vaqueros, chaquetas y jerséis. Se fue incrementando la nueva clase media hasta llegar a convertirse en el pilar fundamental de la vida del país. “Paco el rana”, continuaba con su locura de inauguración de pantanos a diestro y a siniestro, con la atenta compañía del ministro Fraga, para que no hubiera el más posible fallo en los medios de comunicación. Todo marchaba en plan ascendente y yo recuerdo con admiración, nostalgia y posterior preocupación por lo que me hubiera podido pasar, mis caminatas nocturnas al principio como bohemio y falto de un techo bajo el que cobijarme y posteriormente, ya casado y trabajando, buscando la noticia, a ser posible exclusiva, que abriera las páginas de “Pueblo” en la mañana próxima a despertarse. Eran otros tiempos, donde había seguridad, dignidad y temor al mal y sus posibles consecuencias negativas. Donde existía algo que ya ha dejado de ser esencial y así nos va, respeto a las creencias religiosas, sin beaterías, ni farisaísmos. Dios estaba aún presente en nuestras vidas. Y eso, digan lo que digan, se nota en nuestra cotidiana manera de vivir. En esos años, concretamente el l6 de enero de 1966 ocurrió el accidente del B-52 americano con sus cuatro bombas atómicas, al colisionar con un avión nodriza sobre el cielo de Palomares una pedanía de Cuevas de Almanzora en la provincia de Almería. Dos bombas cayeron en tierra, con las consiguientes y peligrosas consecuencias que dicho accidente haya podido producir a corto y largo plazo, celosamente ocultados a la opinión pública. Una tercera fue localizada sin estallar, a poca profundidad de las costas almerienses, gracias a la feliz apertura del paracaídas que llevaba. La cuarta era imposible localizarla, a pesar de los continuos intentos realizados con los más sofisticados aparatos y técnicas utilizadas. Al final, siempre el ingenio y la chispa española, un tal Paco, conocido desde entonces por “el de la bomba”, la encontró buceando, cerca de los novecientos metros de profundidad y un tanto alejada de donde creían tenía que haber caído. Poco faltó para que le dieran el “Corazón Púrpura “, la “Medalla del Congreso” o lo llevaran en triunfo a los Estados Unidos y allí le homenajearan y agasajaran espléndidamente como al marqués de Lafayette, el héroe francés de la independencia americana, a su regreso a los USA. La posible radiación de las aguas donde había caído ese terrible artefacto y el efecto negativo que ello suponía al incipiente auge del turismo propiciado por Fraga, motivó que éste junto al embajador americano, Mr. Lodge, cuya hija se casó con un español de la alta sociedad, se dieran un baño en esa playa, recogido ampliamente por las cámaras televisivas y fotográficas de las principales agencias y medios de comunicación, que dieron la vuelta al mundo. Fue todo un acontecimiento que acaparó portadas, comentarios de tertulias, bares y vecinales y a centenares de comentaristas que habían sido enviados desde todas partes, para dar amplio y fidedigno testimonio del baño del ministro y el diplomático en días que no eran muy apetecibles para el chapuzón y con la incertidumbre sobre las posibles secuelas que les podía suponer de contaminación radioactiva. Todo muy al estilo bravo y decidido de nuestro personaje en cuestión. Pero fue el único del gobierno que se atrevió a dar la cara y ofrecerse para tan peligrosa operación, cuando había ministros con carteras más apropiadas. El huracán Fraga, como le llamaban. El humor español, siempre presto a tales eventos no se hizo esperar y ese año, hasta los Carnavales de mi tierra, llamados entonces”Fiestas Típicas Gaditanas”, al estar prohibida su ancestral denominación, dieron amplia cuenta y jolgorio de esta aventura playera del orondo señor ministro, que salvo las partes más íntimas, escondidas bajo un enorme “meyba”, lucía su bien desarrollada y desnuda anatomía. “España es diferente”, era su eslogan preferido. Y bien que lo era, cuando contemplábamos la curiosidad y el interés que despertábamos más allá de nuestras fronteras y el incremento del turismo que nos visitaba, generador de una de las principales fuentes de ingresos del país, que proporcionaba mayor prosperidad y confort social, aunque para algunos esos años le hayan supuesto enconados resentimientos y mordazas a sus ladridos de perros escaldados. Nunca llueve a gusto de todos. Ahora son ellos los que intentan poner la mordaza a los que no tuvimos culpa, ni formamos parte de ese régimen, por el simple hecho de no ser proclives a su ideología de rencor y revanchismo. Yo lo digo y confirmo, ni le debo nada a Franco, ni tengo nada contra él. En ambos bandos he tenido mártires, según la óptica que se utilice para enjuiciarlos. Ni me considero rojo, ni me siento azul, soy simplemente español. Es un periodo de la historia de mi patria que, aunque quieran eliminarlo del recuerdo y la memoria, no lo lograran, porque la Historia de nuestro pasado, nos guste o no, es inamovible, imperecedera, más firme que el hormigón con el que el señor Ruiz Gallardón está horadando todo Madrid. Estando en la Agencia de Prensa SUNC, me invitaron de la oficina de prensa del ministerio de Marina, del que yo había solicitado la excedencia, para que cubriera la información de la entrega de condecoraciones navales a una serie de personalidades. Hasta allí me fui con el fotógrafo. Fuimos la única prensa invitada al acto. Recuerdo que era entonces ministro del Ramo el Almirante Nieto Antúnez, el amigo y paisano de Franco y entre las personalidades asistentes, tanto civiles, como militares, se hallaba Fraga, como titular de la cartera de Información y Turismo. Nosotros nos pusimos en primera fila, para poder realizar nuestro trabajo sin problemas. Hubo los clásicos discursos, la imposición de condecoraciones y unas palabras finales de Nieto Antúnez, agradeciendo la labor realizada por los premiados y la presencia de tantas autoridades, mencionando en primer lugar a Fraga. Mientras, mi fotógrafo y yo no parábamos. Él de sacar fotos y yo de tomar notas. Al terminar la parte oficial, se servía una copa de vino y unas tapas. Todos se quedaron de tertulia y convite, a excepción de Fraga que, por tener otras obligaciones me figuro, se marchaba acompañado hasta el ascensor por el anfitrión. Al paso de ambos ministros, se abrió un pasillo donde los asistentes, entre los que abundaban entorchados de generales de todos los Cuerpos, les saludaban poniéndose firmes y testimoniándoles su subordinación. Fraga, con esa peculiar y veloz manera de caminar que tenía, desgraciadamente ya le fallan los remos posteriores, continuaba impertérrito su marcha hacia la salida sin detenerse ni hacer la menor indicación o dedicar la más leve sonrisa a ninguno. Nosotros, pobres periodistas, perdidos entre esa marea de bandas, medallas y estrellas, nos hallábamos un tanto cohibidos, esperando que pasara el ministro y la situación regresara a una situación más normal. Como un huracán, altivo y firme, seguido de Nieto Antunez, el ministro Fraga pasó ante nosotros. En un momento dado, ante el asombro y la extrañeza general, se volvió hacia nosotros, desanduvo unos pasos hasta ponerse a nuestro nivel y con la mayor naturalidad, afectuosamente, nos dio la mano y nos dijo ante todos “Adiós señores, gracias por su trabajo y suerte”. Sólo pudimos contestarle, cuando pudimos reaccionar “Adiós señor ministro”. De tan importante concurrencia, sólo había tenido ese gesto hacia nosotros, ya que nos había visto trabajar y éramos de su ministerio. Este es mi admirado personaje, independientemente de que haya podido votarle o no en las distintas ocasiones. Que una cosa es la persona, para mi lo más importante y otra su partido, es decir la gente que le acompaña en su futura labor, con la que puedo o no estar de acuerdo. Lástima que le edad no perdone y la clonación sea aún un cuento de ciencia ficción, porque vuelvo a mis principios, harían falta hombres así en una España que empezaba a amanecer sonriente y feliz y era preciosa y llena de luz y armonía tras la transición y ha terminado oscurecida y enrarecida por un tornado de imprevisibles, pero nada benéficas consecuencias. Sé que muchos no estarán de acuerdo con el perfil que he intentado hacer de esta incombustible personaje de nuestra política, respeto su disconformidad y me hago cargo de sus opiniones, que acepto y comprendo, como espero que también hagan con las mías. Cada uno cuenta las cosas a su manera y según sus particulares circunstancias. Yo sólo he querido reflejar en este artículo mi admiración y respeto hacia un político, cuya mente, energía y corazón han estado siempre al servicio exclusivo de España. Lo suficiente para honrarle y respetarle.