martes, agosto 29, 2006

Mis inolvidables y antiguos cafés

martes 29 de agosto de 2006
MIS INOLVIDABLES Y ANTIGUOS CAFÉS
Félix Arbolí

H E leído con gran interés el artículo de mi compañera en esta faceta literaria, Carmen Planchuelo, sobre “Mis cafés, tus cafés” y me he sentido transportado a épocas que entonces eran de incertidumbres, esperanzas e ilusiones y hoy, por ese azar de la vida que son los años, se han convertido en una enorme nostalgia y ganas de que el tiempo se hubiera detenido en esa etapa y locales, traídos a mi recuerdo con la lectura de su magnífico y evocador comentario. Hasta en los de Venecia, en esa incomparable plaza de San Marcos, donde tuve la suerte de estar con mi mujer en un viaje inolvidable. Fue una bella e incomparable ciudad, que me causó un tremendo impacto y a la que siempre llevaré asociada a mis más queridos y felices recuerdos. Sin olvidar el famoso “Le fleur” parisino, tan exhibido en las películas, donde desayunaba los más crujientes, pequeños y deliciosos “croissant”, que he comido en mi vida. Un bollo que consideramos asociado a la repostería francesa y es de origen húngaro. He sido y soy un ferviente consumidor de esta bebida, aunque contrario a las normas americanas, me gusta con azúcar. Amarguras, bastante da la vida. Mi viaje a Dublín, invitado por el turismo irlandés, me dio ocasión de degustar su fuerte y aromático líquido negro en los “desayunos continentales” que solicitábamos en el “Greshan Hotel”, donde nos hospedábamos. Un edificio emblemático e histórico pues en sus salones se fraguó y obtuvo la independencia de la isla del dominio británico, a excepción de las tres provincias norteñas, (los ingleses, como los americanos, siempre dejan un trozo reservado, como lanza amenazante, en todo sitio que tienen que abandonar por las buenas o por las malas). Hasta en los cafetuchos morunos de tu Ceuta natal, querido Negro, he tenido oportunidad, aunque no el placer, de probar sus rituales y extraños bebestibles, que servían como cafés. Por cierto, observé que en todos se hallaban visibles y expuestas las fotos del rey marroquí y ninguna del español. Y ahora dicen que quieren obtener la ciudadanía española cinco millones de moriscos residentes en Marruecos. Los descendientes de los expulsados por los Reyes Católicos. ¡Lo que nos faltaba cinco millones de moros más, aparte de los que ya soportamos, poblando nuestras calles, cambiando nuestras costumbres e implantando su religión y gobierno!.¿A qué obedece ese patriótico españolismo, si para ellos sólo existe su religión, su identidad musulmana y su rey, el de Marruecos?. Por esa regla de tres, yo voy a reclamar la ciudadanía de todos los pueblos de América Central, del Sur y gran parte de la del Norte, la de los Países Bajos, la de las Islas Carolinas, Filipinas, Nápoles, Sicilia, etc, etc . Tantos lugares donde estuvimos asentados y nos fuimos o nos echaron. ¡Déjennos en paz de una vez y olvídense de historias y recuerdos cuando se suponen favorables a su causa y proselitismo!. ¡!Que Al Andalus, entérense bien tozudos musulmanes es tierra de España y no consentiremos que nos engañen nuevamente con invasiones e invocaciones pacíficas y amistosas para arrebatarnos nuestro suelo y sentar en él sus “reales posaderas” sultanes y califas!!. Siguiendo con mi artículo, tras este breve y para mi necesario inciso, como ya he confesado en otras ocasiones, el hombre es un animal de costumbres y lo mismo que ahora necesito a Grieg, Chopin, Mozart, Debussy ( su “claro de luna” me tiene enloquecido), junto a Vivaldi, con sus “cuatro estaciones”, Brahms, Beethoven y sus incomparables sinfonías, Tchaikovsky, etc, etc para relajar mi mente y purificar mis ideas, sin los cuales no sabría completar una simple frase, antes, en mis tiempos de soltero, a mi llegada a esta Babel de la actualidad, antes conocida como la Villa y Corte, necesitaba la tranquilidad de la mesa de un café, no cafetería, donde ocupaba una mesa junto a la ventana, para dar rienda suelta a mi imaginación y escribir con más o menos aciertos, todo cuanto bullía en mi ilusionada mente. Recuerdo que siendo ya redactor-jefe de la Agencia de Prensa S.U.N.C., cuando tenía que escribir un artículo o reportaje de gran interés o mayor complicación de los habituales, avisaba a Conchita, mi eficiente y joven secretaria, que si me necesitaban para algo, me localizara en el Café Gijón, cuyo teléfono conocía, porque era ante uno de sus enormes ventanales donde acometía la difícil tarea de poner en marcha y dar término a mi trabajo. Sin el contacto con la marmórea mesa, la jarra de cristal con el agua y el ambiente un tanto revuelto, que no alocado, de los que entraban, salían y permanecían en su interior, no me venían las ideas precisas, las palabras adecuadas y el argumento convincente que necesitaba. Era una costumbre excesivamente arraigada durante los años de bohemia, hambre, ambiciones y sueños, que me acompañaron a diario desde mi aterrizaje en Atocha para intentar escalar el Everest del periodismo, aunque a la hora de la verdad, si hiciera un balance exhaustivo, solo alcanzara algunos campamentos bases en esa difícil ascensión y empeño. Recuerdo con especial interés al Café del Prado, mi primer escenario y escritorio, hoy convertido en tienda de antigüedades, situado en la esquina de la calle León y la del Prado. Era enorme y contaba con una gran cantidad de mesas disponibles, donde un simple café te daba opción a pasar todo el tiempo que quisiera, leyendo, escribiendo, tertuliando o simplemente observando todo cuanto te rodeaba. Allí, nada más traspasar la puerta giratoria, oculta por una gruesa cortina roja, se encontraba uno con la presencia de tres enormes masas humanas, con más apariencias de focas evolucionadas que de seres humanos, ocupando un amplio y alargado sofá. Ante su mesa, dos sillas siempre disponibles para el posible cliente que se acercara a solicitar sus “servicios”. A veces, llegaba algún “apasionado tenorio”, un hambriento de placer, ya pasado ampliamente de rosca y de aspecto no muy boyante, que se agarraba a ese “clavo ardiente” intentando sofocar sus ansias amorosas. Visto el aspirante a ese dudoso placer era más lógico que interpretara el papel de Comendador, que el de “don Juan”. Pero aunque esta primera aparición pudiera inducir a error al novato cliente que visitara el local, se trataba de una excepción, ya que el resto de la clientela eran hombres de negocios, estudiantes que preparaban sus apuntes y “pelaban la pava”, (hoy pocas “pavas” se encuentran sin pelar) y ociosos de ambos sexos que pasaban las horas mirando el panorama y haciendo conjeturas sobre todo cuanto veían. Y yo, el iluso escritor que intentaba plasmar en esos folios, compañeros inseparables en mi continuo deambular, historias, versos consideraciones y confidencias, con la vana pretensión de que algún día figuraran en letras de molde y en las librerías de toda España. Esa fue mi primera experiencia cafeteril madrileña y la que me inculcó la obstinada manía de no poder plasmar una sola frase sobre el papel, sin rodearme de ese ambiente que, vista la realidad, debiera haber perjudicado mi concentración y atención. La elección de este café tuvo lugar por su cercanía con Cibeles, donde me hallaba realizando la “mili” en el entonces ministerio de Marina. Mi destino, (donde “pringué” más que una rebanada de pan con miel), fue una nueva sección del Estado Mayor de la Armada, zona reservada, llamada “C.E.M.A.” (Comisión de Enlace con la Misión Americana), creada ex profeso para discutir, realizar y confirmar el reciente Acuerdo Hispano-norteamericano de las Bases, que se firmaron a continuación en beneficio de los USA. Me tuve que pasar a máquina, aún no existía el ordenador, ni la fotocopiadora, todo el documento y sus interminables capítulos y anotaciones, tanto en inglés, como en español, siendo un simple marinerito. Por este acuerdo ellos tenían amplia libertad para instalar y usar las bases que precisaran, incluso con armamento nuclear, sin tener que solicitar permiso a nuestras autoridades, como si se tratara de territorio propio. A cambio, España obtenía el reconocimiento de su gobierno en el plano internacional y nos enviaban un material de desecho de la segunda guerra mundial, que comparado con el que teníamos era como intentar equiparar la luz del sol en una mañana espléndida, con la proporcionada por la luna en una noche nublada. Pero había un punto negativo de vital importancia. No podíamos utilizar este armamento contra países considerados aliados y protegidos por los poderosos americanos, como era el caso de nuestro vecino Marruecos. Así que cuando éste, sin mediar consultas diplomáticas, hacer declaraciones públicas de enemistad, ni avisarnos sobre sus aviesas intenciones, decidió atacar por sorpresa Sidi Ifni, cargándose mientras descendían de sus aviones una brigada de paracaidistas en su totalidad, ignorantes de la emboscada que le tenían preparada, España no pudo utilizar en su defensa nada de ese material y aparte de los numerosos muertos que causaron traidoramente, como todo lo del moro, nos vimos precisados a abandonar ese territorio, con la complacencia del marroquí y su protector y benefactor de la Humanidad: “Los Estados Unidos de América”, los héroes de tantos que teniendo ojos y oídos, no ven, ni oyen. Mis queridos héroes de la ciencia ficción. Al finalizar la mili continué en mi destino, a petición de los Jefes, pero como interino y cobrando de los fondos reservados (tan traídos y llevados en nuestros días de tanta corrupción), aunque en mi caso pagaban y muy escasamente mi trabajo. Cuando se convocaron oposiciones para personal fijo, me presenté y aprobé, dándole a la Marina treinta y cinco de mis cuarenta y ocho años de vida laboral. Al licenciarme y no tener que soportar el uniforme estilo Popeye que nos obligaban a “lucir”, decidí cambiar de escenario. Me encontré con una serie de locales, pero no eran propicios a tertulias y estancias alargadas, por lo que los visitaba solo esporádicamente. Por fin, al matricularme en Derecho en la universidad madrileña, previo traslado del expediente de la de Sevilla, empecé a frecuentar la calle de San Bernardo, a espaldas del centro universitario, donde descubrí con gran sorpresa al café Noviciado, en las cercanías del entonces ministerio de Justicia. Éste era de menores dimensiones, pero tenía más confort en sus asientos, más recato en sus tertulias y más eficaces camareros. Aparte de una freiduría, en los ventanales del fondo, donde servían a los de dentro y a los de fuera, unos bocadillos de calamares, al precio de dos pesetas, que fueron lo más ricos que he comido en toda mi vida. Puede que así me lo parecieran en esos años de hambre y marginación, donde pisar un restaurante era un lujo para mi, raras veces permitido. A veces, ese simple bocadillo era todo el alimento que me entraba en el estómago, aparte del café en mis ratos literarios y tertulias, que consideraba tan prioritario y necesario como el aire de cada día, por cierto, no tan contaminado como el actual. En esta tertulia conocí a un extraño personaje llamado Juan Valdés, creo recordar. Este aspirante a escritor, “deleitaba” a nuestra reunión con un cuento que llevaba siempre en el bolsillo, titulado “El lago de Sanabria”, publicado en una revista un tanto ajada de tanto mostrarla y manosearla. Estaba bien escrito y era curioso e imaginativo. Algo difícil de comprender oyéndole sus nuevos e inéditos relatos, farragosos e insípidos en su temática. Posteriormente, ya casado y ejerciendo el periodismo, me lo encontré repartiendo por las mesas de una terraza, donde me hallaba con mi mujer, unos versos ripiosos y sin sujeción a norma alguna que luego iba recogiendo, si no recibía compensación económica. Sin que me reconociera, al menos no lo demostró, yo tampoco, le di una moneda de cien pesetas (una cantidad bastante considerable en aquellas fechas, en recuerdo a nuestra amistad del pasado y como ayuda a su apurada situación) y no volví a encontrármelo más. Me dio una pena enorme y me acordé de ese pasado en común, cuando ambos teníamos las mismas ilusiones y perseguíamos idénticas ambiciones que yo, gracias a Dios, había logrado superar. En esta tertulia también conocí a un sujeto bastante curioso y raro, llamado Ramón, ignoro su apellido, que siempre andaba alejado del “mundanal ruido” y del contacto con el resto de la clientela. No se por qué, cierta tarde se acercó a mi mesa, donde yo me hallaba escribiendo y me confesó que estaba muy conectado al mundo del cine y le interesaba conocer mi estilo y capacidad literaria para intentar escribir entre ambos el guión de una película que él se encargaría de llevar a la persona adecuada para su lectura y más que posible aceptación. A mi me agradó enormemente esta opción y sin el menor reparo, le ofrecí mi bloc con todo cuanto había ido escribiendo a lo largo de los días, semanas y meses. Parece que lo encontró aceptable y sin más dilación, bajo su asesoramiento, me puse con gran entusiasmo y dinamismo, casi sin tiempo al descanso, a forjar una “bonita historia amorosa, cuya protagonista era una bailarina de ballet que llegaba a la cima del éxito y de la fama, desde su primitivo empleo en unos grandes almacenes y lo abandonaba todo para regresar junto a su antiguo novio y recuperar una vida tranquila y normal”. El nombre de esta “heroína del amor” era “Silvia” y así se llamaba la película en cuestión. Cuando tenía más de la mitad del texto escrito, corregido y tamizado con lupa por mi socio, me lo pidió una tarde para que lo vieran sus posibles compradores, por si deseaban introducir algún cambio en su estructura, diálogos o enfoque. Se lo entregué ansioso de conocer tan valiosa y decisiva opinión y desde ese día no volví a verle jamás. Desapareció como por arte de magia y yo me quedé sin guión, ya que lo estaba escribiendo sobre la marcha y solo existía el original y una breve sinopsis orientativa. ¿Aún me sigo preguntando qué habrá sido de él y para qué habrá servido?. En este local conocí y traté a un sevillano que estaba esperando le arreglaran los papeles para su marcha a Venezuela, buscando un futuro mejor y librarse de unos amargos recuerdos amorosos en su pueblo. En aquellas fechas eran los españoles los que emigraban, pero todos debían llevar los papeles, certificados de buena conducta social, contratos de trabajo con alguna empresa determinada y demás requisitos que acreditaran que no iban a alterar y perjudicar el ritmo de vida en el país de adopción y no como nos llegan ahora tantos indocumentados e indeseables, que nos fastidian de continuo y en exceso ante la incomprensible y tolerante indiferencia del gobierno. Se llamaba Julián. Mostraba ufano y orgulloso la foto de su Patrona, una Virgen preciosa, al estilo de la imaginería sevillana, con unos ojos que me impresionaron profundamente. Era una mirada que traspasaba toda la coraza que oculta nuestro corazón y más íntimos sentimientos y se introduce en lo más profundo de nuestro ser. ¡Qué Virgen más bella y qué mirada más llena de bondad, de ternura, del simbolismo del más puro amor!. Me enamoré, en el sentido más platónico como pueden figurarse, de esa imagen de la Madre de Dios y le escribí un soneto a sus ojos, a su mirada, a su ternura, a su rostro virginal y sublime. Le gustó tanto,(me salió del corazón), que lo unió a la foto y lo guardó en su cartera para que le acompañara en su viaje más allá del océano. Me siento feliz, privilegiado, enormemente compensado, al saber que ese soneto a esa Virgen maravillosa estará en algún lugar de Venezuela, testimoniando mi devota admiración a esa imagen que, desgraciadamente, no recuerdo su advocación, ni el pueblo sevillano del que es Patrona. Del Noviciado, pasé al Café Comercial, aún existente y de plena actualidad, en la glorieta de Bilbao. Un local magnífico, amplio, muy decorado y con unos ventanales que ofrecían el incomparable panorama de una plaza siempre bulliciosa y animada, pues está en una zona eminentemente comercial y entonces, hasta con varios cines de estreno en sus alrededores. Allí escribí una serie de artículos para el semanario “Empuje” que era el órgano del Apostolado Castrense, dedicado a aconsejar y asesorar al soldado durante su permanencia en la vida militar. Fueron los primeros artículos que me pagaron desde mi llegada a Madrid. Durante la noche, teníamos formada una tertulia diaria en el fondo del local. Allí jugábamos a los dados, comentábamos los sucesos y cotilleábamos sobre todo lo divino y lo humano. Asistentes a la misma, entre otros cuyos nombres no significarían nada para el lector, eran Antonio Mingote y su entonces novia y actual mujer, cuando su prestigio y popularidad iniciaba su vertiginosa e imparable ascensión. También Maria Fernanda de Ocón y su novio Mario Antolín, universitarios ambos, en sus inicios artísticos. Luego me entero de su muerte y veo que figura otra señora como viuda. Por lo visto hubo boda, separación y nueva unión. El matrimonio más popular y querido de la España franquista, Jesús Fragoso del Toro “Chuchi” y Luisina, su encantadora y guapa mujer. El era periodista deportivo famoso y con prestigio y ganaba más como padre de familia numerosa, a través de los “puntos”, como le llamaban entonces a las cargas familiares, que por el salario. Tenían diecinueve hijos y fueron favorecidos durante varios años, con el “premio de natalidad” que concedía el gobierno franquista, al objeto de incrementar e incentivar a las familias numerosas españolas. Una media muy acertada, como tantas otras de esa figura histórica que, a pesar de sus errores, tuvo evidentes aciertos, aunque Zapatero y sus adláteres se empeñen en ocultarlos y bajarlo de los pedestales. De la memoria histórica en lo positivo y lo negativo, jamás lograrán borrarlo. Ellos figurarán también, aunque algunos preferirán no ser recordados. Si los gobiernos posteriores hubieran hecho lo mismo, hoy no tendríamos que soportar esta masiva invasión para repoblar a España que, viendo el panorama, es mejor que se quedara con menos habitantes y más selectos. En El Comercial conocí también a Jesús Puente y Fernando Delgado, dos entrañables figuras y buenos amigos, cuando se iniciaban en la televisión, a través de las obras teatrales programadas. Hubo otros muchos cafés y locales, con sus curiosidades y anécdotas a lo largo de mi vida bohemia y la posterior como profesional, pero esos los guardo para otra ocasión en el que surja nuevamente mi pasado y sus vivencias y me sienta con ánimos de ahondar en sus recuerdos. ¡ ¡Hay tanta Historia acumulada en las mesas de los antiguos cafés!.

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