viernes, junio 30, 2006

¿Quiere callarse o irse a la calle?

viernes 30 de junio de 2006
«¿Quiere callarse o irse a la calle?»
POR MIRA MILOSEVICH (*)
UNA vez, alguien me dijo que presumo de ser inmigrante como los que presumen de haber sido pobres o de haber pasado hambre en la posguerra. Sería ésta una vanidad inexplicable. Es cierto: siempre me he jactado de ser inmigrante. Lo he sido en Alemania, en EE.UU. y en España. Para mí, ser inmigrante significa ser libre, no sólo porque emigré por no quedarme en un país dominado por los nacionalistas, sino, sobre todo, por el ejercicio de una libertad individual que me permitió elegir el riesgo de lo desconocido frente a la costumbre.
Hace unos días fui a renovar mi permiso de residencia permanente. Los que no somos inmigrantes comunitarios (de la UE) debemos pasar por esta peripecia burocrática en los edificios de la antigua cárcel de Carabanchel, que se encuentra en la avenida de los Poblados, digna de ser conocida como avenida de los Despoblados. Supongo que para humanizarla un poco, pintaron las paredes del antiguo penal de amarillo y azul. Tiene un patio de unos quinientos metros cuadrados. El edificio donde se entrega la documentación está rodeado de un patio mucho más pequeño, cerrado por una valla de dos a tres metros, y vigilado por agentes de Policía. Lo que iba a ser una mera formalidad se convirtió en una pesadilla.
Había recibido una notificación para presentarme tal día entre las 9,00 y 13,00 o las 16,00 y las 18,00 horas. La antigua cárcel domina el vacío urbanístico y se percibe desde muy lejos, así como una cola de solicitantes que circunda el edificio y se prolonga indefinidamente a lo largo de la calle. A las diez, había más de mil personas esperando imprimir su huella digital. El patio no dispone de papeleras, ni de contenedores de basura, y se ha convertido en un vertedero alfombrado de periódicos gratuitos que la gente usa para sentarse en el suelo. Sobre ellos, montones de restos de comida son asediados por enjambres de moscas, convocados por el hedor que se desprende de una letrina portátil o por los orines de las esquinas. Sólo se escucha el golpeteo hueco de las latas de bebida vacías, con las que juegan al fútbol legiones de niños aburridos. Nadie habla excepto los vendedores ambulantes, nadie protesta.
A pesar de la larga espera a pleno sol (entre las 14,00 y las 16,00 horas, las vallas se cierran mientras los funcionarios almuerzan, pero nadie abandona la cola), la gran mayoría parece feliz porque va a obtener su primer permiso de residencia. Después de ocho horas en el patio, bajo el sofocante calor madrileño, me recibió una funcionaria, cuando el reloj estaba a punto de dar las 18,00 horas. A ella le pareció que mi documentación no estaba completa. Intenté explicarle que se equivocaba, y me interrumpió frenética: «¿Quiere callarse o irse a la calle?». «Irme -dije-, porque es inútil tratar de esto con usted». Acudí a su jefe y éste reconoció que el error era de su subordinada. En fin, tras casi nueve horas de espera, me tomaron la huella, y, dentro de cuarenta días, intentaré retirar mi tarjeta de residente.
No cuento esta experiencia por narcisismo herido. Creo que es el paradigma del trato que reciben los inmigrantes en Carabanchel. No se trata sólo de antipatía o falta de educación de tal o cual funcionario xenófobo o harto de su trabajo. Me parece mucho más importante y significativo el contexto. La antigua cárcel de Carbanchel y su patio son la metáfora de la política migratoria actual de un gobierno empecinado en la regularización masiva e indiscriminada de los inmigrantes. Un Estado que no exige nada a un individuo a cambio de su derecho de residencia no contrae obligación alguna hacia ese mismo individuo. De ahí el trato arbitrario y humillante que le dispensa. La política de papeles para todos, además de ser irresponsable, revela la inexistencia de criterios básicos sobre los derechos y deberes del residente. Sólo a la masa indiferenciada (y no a los individuos) se le puede tratar como se le trata en Carabanchel.
La decisión de la regularización masiva esconde la falta de un proyecto serio y responsable sobre la inmigración. El modelo optimista de la asimilación masiva tiene esa cara oscura: la indiferencia, la desidia y la arbitrariedad. La Administración española habrá mejorado mucho su eficacia y diligencia en el servicio a los ciudadanos, pero en lo que concierne a los inmigrantes sigue igual o peor que en tiempos de Larra. Menos mal que la integración o no integración de los inmigrantes no depende tanto de los modelos aplicados por los gobiernos como de la voluntad de los destinatarios individuales de estas políticas. De lo contrario, podría augurarse el fiasco universal de las mismas, al menos en España.
La experiencia, sin embargo, demuestra que los tipos de inmigrantes cuentan más que los modelos de integración. Existen los que quieren sinceramente integrarse y los que no están interesados en absoluto en ello y sólo buscan beneficiarse de las ayudas y servicios del Estado anfitrión. Los primeros superarán los obstáculos y se convertirán, a la larga, en ciudadanos dignos de tal condición. Pero nadie les quitará la amargura de sus primeros escarceos con una administración despectiva. A los segundos, no creo que el modelo ilustrado por la antigua cárcel de Carabanchel les haga variar en lo más mínimo sus prejuicios oportunistas. No es cuestión de que el Estado ofrezca idénticos derechos a ciudadanos y residentes, pero el servicio público debería estar investido, también ante los inmigrantes, de la dignidad suficiente para que éstos aprecien la superioridad ética del Estado democrático respecto al campo de refugiados.
(*) Profesora e investigadora del Instituto
Universitario Ortega yGasset

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