jueves, junio 29, 2006

Lequeitio, Lekeitio...

viernes 30 de junio de 2006
Lequeitio, Lekeitio...
Carmen Planchuelo
L A mejor forma de gozar del verano, bajo mi modesto punto de vista, es ver mundo: salir a los caminos lo más desprejuiciadamente posible y disfrutar de lo que la ruta nos de, que casi siempre es distinto a lo esperado. Confieso que para mí toda estación y todo tiempo son buenos para viajar, pero es ahora, en verano cuando la luz es perezosa y dura más, cuando la rutina laboral se rompe, cuando una se puede aventurar más fácilmente por esos mundos de Dios y seguir los pasos del Capitán Tan . Son las siete de la tarde y acabo de llegar de pasar unos espléndidos días en lo que cuando yo empecé mi andadura escolar se denominaba Vascongadas y ahora unos llaman País Vasco, otros Euskadi, Euskalerría. Que las palabras no son inocentes no es nada nuevo para ustedes, a estas alturas de la película todos sabemos qué hay detrás de ellas y ningún retrato más preciso para conocer al interlocutor que escuchar (o leer) cómo se expresa. Pero ni la semántica ni la sociolingüística son temas en los que esté tan versada como para entretener a nadie y mucho menos a ustedes a los que supongo conocedores de los arcanos del lenguaje. A esta hora del crepúsculo y con el sabor y el olor del Cantábrico aún pegados en mi piel, he pensado en hacerle caso a un antiguo anuncio publicitario que no hace mucho vi pintado en una pared: “Ven y cuéntalo”, y yo les voy a contar mi pequeña excursión a la zona de Lequeitio y su entorno, quizás después de leer esto, y si he tenido gracia para trasmitirles todas las bondades del lugar, alguno se anime y por sí mismo lo vea y luego también lo cuente. La villa de Lequeitio está a dos horas de mi casa- los paraísos no tienen por qué estar necesariamente lejos de uno- primero la autopista y luego la carretera, nos depositaron en uno de los lugares más bonitos de la costa vizcaína y a corta distancia de otros no menos pintorescos y de singular belleza. Decidimos pasar las fiestas locales lejos del bullicio de mi ciudad, soy reacia a los jolgorios populares, me espantan las multitudes gritonas, bebidas y disfrazadas de mamarracho. Yo me pregunto ¿se mirarán al espejo antes de salir de casa? Decididamente no: los pantalones a media pierna, los gorrillos para el sol, las blusas hasta las rodillas y atadas con un nudo a la cintura.... más pañuelo, botella de alcohol y algo para hacer ruido a cualquier hora del día o de la noche. Huimos de la alegría de la fiesta en busca de un lugar tranquilo y con mar, que nada como los aires marinos para despejar el espíritu y relajar el cuerpo. Continuando con mi narración, les diré que al volver una curva- ya en la villa-, de repente nos encontramos en pleno puerto ¡y que puerto! Ni grande ni pequeño, a la medida del ojo humano: unos cuantos barcos pesqueros de alegres colores esperaban la hora de zarpar a la mar, barquitas y lanchas modestas, embarcaciones de recreo –menos modestas- flotaban amarradas en las verdes y limpias aguas del Cantábrico. Redes, cabos, gente atareada, aunque según los arrantxales del lugar “no tanto como antes”. El puerto no es sólo lugar de trabajo, también lo es de ocio y qué mejor que las tabernas, terrazas, restaurantes pequeños y coquetos donde sentarse y disfrutar de un delicioso chicharro recién pescado que casi salta del plato, de un vino blanco chispeante como el alegre txacolí o de una sidra fresca que te hace pensar en manzanos en flor, en tardes perezosas mientras te dejas achispar un poco, lo justo, por tan deliciosa bebida. Y eso es lo que nosotros hicimos después de dejar las maletas en el Hotel Emperatriz Zita, del que luego les hablaré: darnos un pequeño homenaje gastronómico, rodeados de otros alegres comensales. Pasear por el puerto es oler el mar, ver los peces que nadan entre las embarcaciones, observar el vuelo de las gaviotas y mirar cómo se lanzan en picado sobre un pez muerto que flota en las aguas. Algunas veces la pesca es a la primera, otras no y el ave tiene que volver de nuevo a intentarlo y así hasta que lo prende en el pico y se lo lleva quizás a la Isla de San Nicolás donde miles y miles de ellas tienen sus nidos. Pasear por el puerto es hacerse fotos con el pelo alborotado y encrespado por el aire marino y mirarlas en el futuro invierno, subir y bajar escalones, recorrer los espigones y acercarse al borde para ver romper las olas en los enormes pedruscos que los protegen. Escuchar el batir de las olas y el griterío de las gaviotas es lo que yo entiendo como “oir la voz del mar”: escucharla ya requiere otro nivel de sensibilidad difícil para los de tierra adentro. El puerto es alegre y vivo, a la hora de la siesta, la gente pasea serenamente arriba y abajo. La luz es intensa y los colores de las casas, de los toldos, de los tejados, cobran cuerpo gracias a ella; las macetas de rojos geranios ponen ese punto de vida vegetal en los muros que a mi siempre me hace pensar en el Sur. En esta villa residió la última emperatriz del imperio austro húngaro: Zita; y posiblemente de esa época son los decadentes palacetes que surgen de encerrados jardines y que desprenden encanto, decadencia, olor a lilas... o quizás no lo son pero a mi me apetece que sí lo sean (privilegios del que escribe). Lequeítio es la idea que yo tengo de los veranos de la realeza de antes, no me cuesta nada imaginarme la terraza de este hotel, cuando no lo era, como atalaya desde la que las damas de la emperatriz contemplarían el pueblo, la playa, los montes que rodean el lugar... y nada mas fácil que hacer surgir de la imaginación los bailes de verano en los que el piano que hoy está en la terraza cubierta, quizás fue inseparable compañero. Y ya yendo aún más lejos y dejándose llevar por la fantasía, una puede ver pasear por la playa a estas mismas damas –las del baile de la noche anterior, escotadas y cubiertas de masas de perlas- ahora bien envueltas en tul y gasas para no destrozarse la piel como las campesinas o las pescadoras. Muy de vez en cuando alguna osada se acerca al agua y quizás hasta mete los pies. Y mientras las distinguidas damas pasean bajo las sombrillas, los niños seguro que se rebozan en arena de la misma manera que hoy... que algunas cosas son siempre igual y permanecen en el tiempo lo mismo que el subir y bajar de las mareas. Las mágicas y misteriosas mareas, enamoradas de los astros, a las que se debe otra de las maravillas de Lequeitio: la doble naturaleza de la isla de San Nicolás. Cuando la marea sube queda flotando verde y escarpada sobre las aguas, tan sólo las gaviotas o los intrépidos nadadores llegan a ella pero cuando las mareas bajan un camino oculto bajo el mar surge entre sus ondas para que todo el que lo desee se acerque a este lugar y por unas horas se sienta descubridor de islas perdidas: la isla se hace península. Es un camino verde, anguloso, resbaladizo, construido sobre los arenales que separa las playas de Isuntza y Carraspio, la primera más “urbana” y la segunda más abierta al mar, entre ambas discurre el río Lea, en sus riberas quedan restos, en muy mal estado, de antiguos astilleros. Al atardecer, después de un rato de playa y de descanso en el hotel, de nuevo se vuelve al mar, esta vez ya no por la arena, sino por el paseo marítimo que a su vez desemboca en una carretera que en forma de puente cruza el Lea. Es todo tan verde, tan azul, tan húmedo, es todo tan genuino, tan de verdad... ni una concesión al plástico ni al mal gusto: las casas de verano se integran en el paisaje medio ocultas por las inmensas hortensias, los pocos barecitos cercanos a las playas ayudan a que el disfrute de estas sea mayor, pues si ver la puesta de sol en el mar es uno de los placeres a no perderse en esta vida, si además se acompaña de sidra y ventresca pues otra maravilla mas que adjudicarle a este lugar. La noche tarda en llegar a principios de verano, pero que la oscuridad se demore no es motivo para que el estomago permanezca inactivo y después del tente en pie en la playa de Carraspio hablando de lo divino y lo humano mientras el mar cambia mil veces de color como otras mil lo hace el cielo, se impone la vuelta al puerto o a las estrechas calles de chiquiteo y dejarse seducir por las bien suculentas barras: boquerones, anchoas, quesos, pinchos que son una pequeña arquitectura de color y sabor, y cómo no, tortillas de bacalao, de patata o de lo que a la cocinera se le haya ocurrido. En nuestro deambular por la villa, probamos de todo, entramos en tabernas, nos sentamos en las terrazas del puerto y como punto final de un día perfecto y de descubrimientos, contemplamos la maravilla de la Luna llena, dorada, sobre la Iglesia de Santa Maria o Andra Mari como la denominan sus fieles. De momento nos quedamos aquí, en la terraza del Emperatriz Zita bajo el cielo estrellado. Mas adelante les llevaré a la playa de Ea que casi besa el pueblo, al puerto de Elanchove y sus casas trepadoras, a Natxitua para que desde allí vean las rocas donde viven los chipirones que en la cena les servirán en el restaurante del Hotel Ermintxo y ya en el interior me acompañaran al sorprendente bosque de Oma... pero eso será otro día de este recién estrenado verano y si les place mi compañía.

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