jueves, junio 29, 2006

Feminicemonos de una vez

viernes 30 de junio de 2006
Feminicémonos de una vez

Por MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
«TOMARÉ lo mismo que ella», le pide con envidia al camarero de Katz´s Deli la señora de mediana edad que ve y oye a Sally (Meg Ryan), su vecina de mesa, fingir un espectacular orgasmo en la película Cuando Harry encontró a Sally (Bob Reiner, 1989). Supongo que muchas mujeres trabajadoras desearían también «tomar lo mismo» que el ridículo número de colegas de género (cincuenta sobre un total de 1.296) que han conseguido ocupar un sillón en los androcéntricos consejos de Administración de las empresas españolas que cotizan en Bolsa. La situación resulta más penosa si la expresamos de otra forma: un 3´86 por ciento del total. O incluso así: una mujer por cada veinticinco varones. Bastante lejos no ya de sus hermanas noruegas, sino de las francesas o de las italianas. La verdad es que da un poco de vergüenza (ajena y propia).
A la altura de 2006 la diferencia parece tan brutal que las justificaciones suministradas por sus compañeros masculinos resultan especialmente patéticas. Tomemos nota de alguna de ellas: al haberse producido la plena incorporación de la mujer al mercado laboral en las dos últimas décadas -afirman- todavía es pronto para que esa situación se refleje en los máximos puestos directivos de las empresas (en los que la media de edad es, por cierto, de 57 años). Estupendo. Es como si en junio de 1986, hace veinte años, alguien -previsiblemente varón- hubiera tocado el cornetín y las chicas hubieran acudido en masa a enrolarse en la taquilla donde dispensan empleos, en las universidades donde imparten conocimientos, en los centros de formación en los que enseñan oficios. Y lo más genial es que, cuando alguien se atreve a afearles la conducta a consejeros y directivos pidiéndoles que se den prisa en arreglar el entuerto (que significa agravio), ponen el grito en el cielo y sacan el manual ultraliberal que enseña que en mi casa mando yo, y métase usted en sus asuntos. Por eso han conseguido otra moratoria: como si el asunto de la igualdad fuera para mañana y no para ayer, como si el final de la exclusión fuera «sólo» un asunto de justicia -o de moral- y no un imperativo cada día más ineludible en una sociedad que se pretende avanzada y democrática.
Porque, mírese como se mire, y pónganse los pretextos que se quieran, detrás de esa diferencia no hay más que pura y simple discriminación. Una discriminación tanto más llamativa si tenemos en cuenta la creciente feminización que se registra en actividades o profesiones -medicina, enseñanza, cultura, comunicación- donde las cosas del día a día no parecen ir tan mal con respecto a cuando las copábamos los hombres. Claro que, a medida que ascendemos en la escala jerárquica de esas mismas profesiones, la presencia femenina se va enrareciendo hasta casi desaparecer en ámbitos en los que la testosterona es la hormona hegemónica: pocas directoras de hospital, contadas rectoras de Universidad, insuficientes directoras editoriales, escasísimas directoras de diarios. Las chicas sacan múltiples castañas del fuego, pero no pueden decidir sobre la intensidad del horno ni sobre la calidad y la cantidad del combustible con el que se alimenta. Así estamos: en 2006 y seguimos contando.
La cuestión del divorcio entre mujer y poder sigue siendo una de las asignaturas pendientes para la consecución de una sociedad verdaderamente democrática. Y sería un error histórico que la derecha española que se quiere moderna dejara este y otros derechos civiles en manos de la izquierda o, simplemente, fuera a remolque de una aspiración profundamente sentida por la mayoría de las mujeres y una parte nada desdeñable de los hombres. Con cuotas, con discriminación positiva, con incentivos a las empresas, o con pactos entre todos los agentes en presencia: como sea, feminicémonos de una vez. Y de arriba abajo.

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