lunes, mayo 29, 2006

14 de abril o el resurgir de la antiEspaña

lunes 29 de mayo de 2006
14 de abril o el resurgir de la antiEspaña
Ismael Medina
L OS caprichos del calendario hicieron coincidir el Viernes Santo con el 14 de abril, redescubierto por la autodenominada izquierda con pasión reivindicativa. El aval a esta gonorrea restauracionista lo proporcionó Rodríguez al proclamar desde el atril de su ignorancia histórica y su mostrenco sectarismo: "La España de hoy mira con orgullo y satisfacción la II República". En su pos han saltado al escenario vindicativo, envueltos en la bandera del lejano partido republicano, los que abrevan en el pozal de la mentira, siempre refractarios a la verdad cuando contraría a sus falsos mitos, construidos sobre lechadas de resentimiento. Leo sus pretenciosas endechas republicanas y me pregunto qué II República es la que les hace babear de "orgullo y satisfacción": si la que yo viví y he estudiado o una que sólo existió fuera de la Historia, ahora redescubierta en archivos polvorientos del agit.prop que almacenan los detritus encubridores de una derrota sin paliativos, nunca digerida por las ramas liberalista y marxista del iluminismo. CADA PUEBLO ES EL QUE ES, PESE A LOS CAMBIOS POLÍTICOS ANOTÉ mientras leía la "Otra Europa", de Czeslaw Milosz, a la que me referí en la crónica anterior: "Todos los trastornos europeos muestran que, bajo la superficie cambiante de los hechos, subsiste una continuidad". Y también que "un país o un estado deben durar más que un individuo". Dos afirmaciones que invitan a meditar sobre lo que hoy acontece en Europa, y especialmente en España, como recuelo de un pasado cuyos antecedentes empasta cada partidismo a tenor de sus ensueños relativistas. Esos que engendran fantasmas cuando no monstruos. El entusiasmo de nuestra progresía de acomodado pesebre por un republicanismo históricamente catastrófico ha coincidido con la gran parida electoral italiana, la explosión jacobina en las calles de Francia y la nueva orientación política alemana impresa por Angela Merkel. Tres fenómenos sociopolíticos que es necesario encajar en la tesis del continuismo sostenida por Milosz. Pero que sólo pueden entenderse desde el conocimiento profundo de la peculiaridad histórica de cada pueblo. Cada pueblo, en efecto, absorbe las ideologías dominantes en una u otra época y las acomoda a su idiosincrasia con el resultado de conflictos casi siempre catastróficos, bien sean internos o de vecindad. No es ocasión de entrar a fondo en el sustrato relativista que es común a estas naciones, cuyo búsqueda nos conduciría al análisis pormenorizado de sus fuentes, en particular de dos de ellas: la creación de la Orden de los Iluminados por Adam Weishaupt en 1776 y la coincidente aparición de la llamada masonería especulativa, consecuencia de la penetración de un sector de la alta burguesía británica, en particular la de origen judío como Weishaupt, en las corporaciones herméticas de los constructores de catedrales. No fue casualidad en este orden de cosas que el fenómeno ideológico de la Ilustración naciera en Inglaterra, aunque se tenga por francés al convertirse París en su gran centro de difusión. El ciclo de civilización del racionalismo relativista, del que provino la explosión de la era industrial, caracterizado por un indisimulado laicismo, devino en dos supuestos esencialmente parejos: el capitalista de la sociedad anónima y el político de la democracia de sufragio universal de mayorías aritméticas. Supuso todo ello una ruptura radical con el soporte orgánico y cristiano de la fecunda y denigrada Edad Media europea. Desde entonces se ha propendido a una falsa percepción homogeneizadora de los procesos políticos en unos y otros países europeos. No ha sido así, especialmente en el caso de España. Y de ahí provienen los equívocos a la hora de un adecuado entendimiento de las derivas históricas en cada uno de ellos, de sus virulentas confrontaciones y de la decadencia europea como motor de la cultura occidental y de la historia. DE LUIS XIV A CHIRAC, PASANDO POR LA RVOLUCIÓN ILUMINISTA LA revolución francesa fue impulsada por el iluminismo, cuyo triunfo se simbolizaría con la Torre Eiffel, la gran antorcha metálica de los Hijos de la Luz. No en vano el arquitecto Eiffel, originariamente Gustave Bonickhausen, era miembro destacado del Gran Oriente de Francia ("Dictionaiere des Franc-maçons Français". Michel Gaudart de Soulages y Hubert Lamant. Editions Albatros, 1980) Pero no fue casualidad que de la revolución jacobina se adueñara Napoleón Bonaparte, fiel reflejo de la concepción del Estado de Luís XIV, como Stalin lo sería de Iván el Terrible y de Pedro el Grande, aunque preservando el laicismo iluminista. Un continuismo de la "grandeur" y de un rígido centralismo al que, con la jerga de nuestro Rodríguez, cabría calificar de monarquía republicana electiva. Simbiosis que ha perdurado hasta hoy fuera cual fuera el signo partidista de los presidentes de la República o de sus gobiernos, con especial relevancia en personajes como De Gaulle, Giscard d´Estaing o ahora Chirac. Francia, en definitiva, no se resigna a dejar en otras manos la dirección del baile europeo aún a costa de acelerar su decadencia. ALEMANIA O LA VOCACIÓN PRUSIANA DE IMPERIO OTRO tanto sucede con Alemania, en la que durante siglos latió, pese a sucesivos desmembramientos, el espíritu del Sacro Imperio Germánico, reavivado con la Confederación Germánica tras la victoria sobre Napoleón. La revolución industrial tuvo un poderoso desarrollo impulsado por Prusia y fue la nueva y poderosa burguesía económica la que sirvió de estímulo al logro de la unidad política y militar, la cual se materializaría definitivamente en 1871 bajo la denominación suficientemente explícita de Imperio Alemán, con Guillermo I como monarca y Bismark como canciller. No desapareció el espíritu de la Gran Alemania tras la proclamación de la República a raíz de la derrota en la I Guerra Mundial. La consistencia histórica de ese sentimiento imperial en el pueblo germano fue el verdadero soporte del III Reich hitleriano, filiado a un laicismo radical equiparable al iluminista. La joven y poderosa nación alemana hizo suya la teoría geopolítica de McKinder de que quien dominara el corazón de Europa lo haría de la plataforma continental euroasiática y del mundo. Tesis, asumida por Haushoffer y el estamento militar hitleriano, que reforzó la tradicional vocación expansiva germana hacia el Este y que, por el contrario, justificó la partición en dos mitades del corazón geopolítico de Europa decidido en Yalta a instancias de Stalin, aleccionado por Semionov, seguidor asimismo de McKinder. Y también la imposición del sistema federal por los vencedores de la II Guerra Mundial, en la convicción de que contribuiría a generar fenómenos insolidarios similares a los que precedieron a la creación del Imperio Alemán bismarkiano. No cotaban los vencedores con un gran personaje, Adenauer, que rescataron Alemania de la escombrera bélica, reavivando el continuismo histórico de su pueblo. La reunificación conseguida por Khol tras el hundimiento de la Unión Soviética era un aspiración latente de los alemanes a uno y otro lado del Telón de Acero. Esta síntesis del continuismo a que se refería Milosz renace ahora con la ascensión al poder de Angela Merkel, venida a la política desde la Alemania excomunista: licuación del federalismo, distanciamiento de Francia, recuperación de la fortaleza económica y acercamiento a Rusia. Supuestos indispensables para que Alemania sea de nuevo algo más que la locomotora económica que arrastre el tren de Europa. La audaz jugada política de Merkel del gobierno de coalición con la socialdemocracia puede signar la definitiva traslación de ésta a un centrismo encaminado a un facial juego de alternancia similar al norteamericano. O a un IV Reich con vitola democrática. UNA ITALIA EN QUE NO SE ROMPE LA GOMA POR MUCHO QUE SE ESTIRE LA larga marcha hacia la unidad en Italia, de la que Manzini fue inspirador e ideólogo, se concluyó en 1970 siendo Cavour presidente del gobierno de los Saboya, los cuales sobrenadaron los muchos cambios políticos registrados desde que se asentaron en el Norte hasta la proclamación de la República tras la II Guerra Mundial. Ni tan siquiera el fugaz Imperio Germánico Romano puede tenerse como antecedente del nacionalismo unitario italiano. Habríamos de remontarnos al Imperio Romano, cuya exaltación fue uno de los soportes de que se valió Mussolini para promover una conciencia expansiva en su pueblo. Lo que hoy se entiende como conciencia nacional italiana comenzó a desperezarse tras el triunfo imperial de Napoleón, promotor de la República Cisalpina, en 1797. Prevalecerían en Mazzini y en garibaldismo, que acabó con el poder temporal del Papado, el radicalismo laicista heredado de la revolución francesa y el centralismo napoleónico. Pero con un sustrato cultural de escepticismo y mercantilismo sin cuya existencia resulta difícil explicar la singular capacidad de la sociedad italiana para adecuarse a cualesquiera circunstancias, por adversas que sean, y sobrevivir a ellas, hasta el punto de convertir las derrotas en victorias. De Mussolini se ha escrito que su fascismo fue en realidad más espectáculo que sistema ideológico. Y no sin una cierta crueldad me ilustró un político italiano, que se decía de izquierdas, que Mussolini satisfizo la vanidad de su pueblo al crear una estructura en la que cada cual podía hacerse la ilusión de tener mando. Fue Mussolini, de otra parte, quien resolvió la disputa entre jacobinismo laicista e Iglesia mediante el Tratado de Letrán, asumido incluso por el poderoso partido comunista de posguerra, hoy socialdemocracia merced ese juego tan peculiar de "arrangiarsi" del pueblo italiano, el cual casi siempre suele encontrar una salida airosa a cualesquiera situaciones de tensión. Algo harto más complejo y entrañado en su ser cultural a lo que por aquí hemos dado en llamar consenso con notorio y ocasional eufemismo. Aprendí durante mi corresponsalía en Roma que la sabiduría continuista del "arrangiarsi" hace posible estirar la goma de lo conflictivo hasta extremos inauditos sin que llegue a romperse. Entre la clase política y la sociedad italianas existe un pacto tácito que en buena medida es fiel al "yo te doy una cosa a tí,/ tu me das una cosa a mí" de la vieja canción popular napolitana. Quien no alcance a penetrar ese trasfondo del ser histórico de Italia difícilmente comprenderá que el enfrentamiento entre Berlusconi y Prodi tiene mucho más de espectáculo que de sustancial cambio. El electorado italiano ha provocado un empate técnico entre dos multifacéticas coaliciones de partidos que darán ocasión para variadas formas de "arrangiamento" con reiterados cambios de gobierno y la convocatoria de nuevas elecciones a no tardar mucho. Lo de siempre. Muchos se preguntarán en España, al igual que yo en mis primeros tiempos romanos, cómo es posible que la Administración del Estado no se resienta seriamente como consecuencia de tan abundantes crisis de gobierno. La respuesta la aprendí pronto: en Italia los nuevos ministros sólo cambian de subsecretario y de jefe de prensa; y de ahí para abajo todos los puestos de responsabilidad los ostentan funcionario de carrera. EL SUSTRATO CONTINUISTA DE ESPAÑA FUE DISTINTO AL EUROPEO ESPAÑA se despega del proceso descrito para Francia, Alemania e Italia. El continuismo a que se refería Milosz es otro en nuestro caso, tanto en términos geoestratégicos como históricos. Estamos acostumbrados desde la escuela a un mapa de Europa horizontalizado para una mejor visualización. Pero si lo contemplamos en la esfera terrestre y trazamos una línea desde Vladivostok al cabo de San Vicente descubrimos que toda la masa continental eurasiática bascula y presiona sobre la Península Ibérica. Y fue precisamente esa realidad geopolítica la que signó el "más allá" de nuestro destino trasátlántico, añadido al mediterráneo en cuanto puerta occidental del Mare Nostrum, por el que ya en tiempos tartésicos navegaban sus naves hasta los puertos de Sidón y Tiro, según testifica la Biblia. Pero mientras francos y germanos sentían la tentación de instalarse en nuestro solar, las empresas europeas de los monarcas Austrias no calaban profundamente en la conciencia de nuestro pueblo, salvo en lo que encerraba de aventura y posibilidad de promoción militar y social. La cordillera pirenaica de soldadura con la masa continental entrañaba al propio tiempo una barrera que nos imponía un carácter de insularidad no muy distante del británico. La posición geopolítica descrita convertía asimismo a la Península Ibérica en una suerte singular de rompeolas y plataforma de choque entre las potencias expansivas de cada periodo histórico, con la consecuencia de un dinámico y persistente mestizaje cultural y étnico. El tópico turístico de "España es diferente" como lema publicitario escondía una profunda realidad histórico-cultural. Pese a que Claudio Sánchez Albornoz titulara "España. Enigma histórico" su alegato en la polémica con Américo Castro, lo cierto es que no hay tal enigma si se profundiza en el conocimiento de la singularidad aludida. Se comprende mejor cuando se realiza el necesario esfuerzo para enhebrar el discurso desde la complementariedad de otros grandes historiadores como Ramón Menéndez Pidal o Marcelino Menéndez y Pelayo. No resiste a ese análisis el tópico de las dos Españas que con el estrambote literario de "que han de helarte corazón" acuñó Antonio Machado. No me parece razonable elevar a la categoría de dos sectores inamovibles y virulentos de españoles que mantienen durante siglos un insanable antagonismo. Más apropiado sería, a mi parecer, situar la cuestión en enfrentamientos partidistas de naturaleza variable en razón de los vaivenes políticos, la índole de los grupos dirigentes y de las influencias exteriores. Conflictos, de otra parte, que se agudizaron a partir del momento en que, siguiendo a Ortega y Gasset, el pueblo español se vio privado de una empresa sugestiva común a la que filiarse. O de un enemigo común exterior contra el que defender la supervivencia de España. Se ha dicho que los pueblos tienen los gobiernos que merecen. Estoy persuadido por el contrario de que los pueblos se comportan a tenor de la catadura de quienes en cada momento los dirigen. No se explicarían en uno u otro supuestos los cambios radicales de comportamiento, casi de la noche a la mañana, al mundar los titulares del poder. La Historia, y no sólo la nuestra, es rica y aleccionadora en estos fenómenos de mutación. UNA CONCIENCIA HISTÓRICA DE UNIDAD EL sentimiento de unidad, favorecido por la naturaleza insular de nuestra península, se apuntaló bajo el dominio unitario del Imperio Romano, se hizo asimismo penetrante en el periodo visigodo, se consolidó, pese a la existencia de diversos reinos, en la lucha contra el invasor musulmán y alcanzó su dimensión institucional bajo los Reyes Católicos, anticipándose en siglos a no pocas naciones europeas. Como consecuencia de la prolongada lucha contra el invasor musulmán, prevalentemente moro, la fe católica se convertiría en el soporte espiritual del sentimiento colectivo de unidad. Al sustrato geopolítico y religioso de continuidad se añadirían otros factores de empaste: la vitalidad de los municipios libres con fuero que venían del fronterismo medieval y que constituyeron el principal soporte de la acción unitaria de los Reyes Católicos; y la coincidente sustitución de la empresa en común contra el Islam por la nueva empresa sugestiva común que supuso el descubrimiento de las Indias Occidentales. Del primero de estos dos fenómenos de continuismo se haría eco Carlos Marx en las crónicas que, desde Londres, escribió sobre la Revolución del 68. Creyó Marx que en España se daban las condiciones socioeconómicas idóneas para el triunfo de la revolución, acorde con sus tesis. Pero hubo de confesar el fracaso de sus previsiones, el cual justificó en el arraigo de las agrupaciones municipales. Aquellas mismas, recuerdo, frente a cuya guerra de guerrillas, igualmente arraigada, se demostraron impotentes lo ejércitos napoleónicos. Y no fue casualidad que las dos desamortizaciones, la de Mendizábal, Méndez originariamente y de estirpe judía procedente de Niza, y la de Madoz no sólo afectaran a los bienes eclesiásticos sino también a los bienes de propios de los municipios, los cuales se vieron desprovistos del soporte de su autonomía en beneficio de los afectos al poder tras el arbitrismo y la corrupción que prevalecieron en las subastas. Proceso del que nació un caciquismo que contribuyó de manera decisiva al enturbiamiento de cualesquiera esperanzas democráticas, así como a la creación del caldo de cultivo para insurgencias revolucionarias. EL FÉRETRO TRIANGULAR DE ESPAÑA AUNQUE de sobra conocidos para muchos esos datos históricos, he creído necesaria la anterior síntesis no sólo para subrayar la muy diversa realidad histórica y cultural respecto de Francia, Alemania o Italia y los errores de percepción a que conduce juzgar acontecimientos políticos ajenos con las anteojeras de partidismos propios. También para enlazar con lo escrito en mi crónica anterior al recoger de Ricardo de la Cierva la evidencia de las tres fracasadas embestidas masónicas durante los siglos XIX y XX, exaltadas hoy por un esnobismo político, mediático e intelectual que de nuevo favorece la atomización y el desarraigo. El ilumnismo penetró en España a lomos de la francmasonería y la traición de unas clases dirigentes al triunfo popular sobre la invasión napoleónica. Fue a partir de entonces cuando se concretó un perdurable enfrentamiento entre el soterrado continuismo a que se refería Milosz y la piel invasora del iluminismo político e intelectual. No entre dos Españas, sino entre las raíces históricas y la invasión de ideologías ajenas al ser profundo del ser español. Fracasaron las aludidas embestidas masónicas a causa de la reacción del sustrato continuista, inseparable de su condición católica. Pero con la consecuencia de un resentido revanchismo iluminista que aguardaba la ocasión para satisfacerlo. Y la ocasión llegaría con la muerte de Franco y el "consenso" encubridor del retorno a la democracia de totalitarismo partitócrático, o democracia dirigida que el actual gobierno, nacido del golpe de Estado implícito en la matanza del 11 de marzo, y no por casualidad, está llevando a sus últimas consecuencias de desintegración de España. La Constitución de 1978, la peor y más aviesamente relativista de cuantas hemos tenido, fue el pórtico para un calculado proceso que habría de conducir necesariamente a la forzada desembocadura que ahora padecemos. Asistimos realmente a la consumación de una sórdida venganza histórica de la que Rodríguez y su cohorte masónica no son otra cosa que fieles y mostrencos instrumentos. Neoafrancesamiento, neomorización y separatismos configuran los tres vértices del triángulo que habrá de servir de simbólico féretro para el cuerpo yerto de España. Este es el verdadero significado y alcance del revival republicano en que se ha embarcado, por cuenta ajena, una incestuosa coalición política que ha desguazado de contenido cualquier presunción de legalidad y legitimidad democráticas.

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