jueves, abril 27, 2006

Apuntaciones zapateriles y borbonicas

viernes 28 de abril de 2006
Apuntaciones zapateriles y borbónicas
Antonio Castro Villacañas
H ONRA merece quien a los suyos se parece, avisa un dicho castellano. La doctrina cristiana recoge como uno de los diez mandamientos, esos que ha de observar cada persona para alcanzar su máxima dignidad humana, el de honrar a sus padres. No quiero entrar aquí y ahora en dilucidar lo que se entiende o se debe entender por honra, pero entremezclando la sustancia del dicho con la del mandamiento saco en conclusión que todos y cada uno de nosotros ganamos o perdemos honra, cumplimos o incumplimos una de nuestras principales obligaciones, a medida que nos esforzamos en parecernos a nuestros antecesores. Esto no quiere decir que debamos ser iguales que ellos, en primer lugar porque es metafísicamente imposible lograrlo, y en segundo término porque si fuera factible el hacerlo con ello únicamente conseguiríamos repetir una y otra vez, en perpetua monotonía, el mundo que nos dejaron. El parecido que honra no es la fotocopia o el retrato, sino aquella manera de ser y actuar que provoca el recuerdo de quienes nos antecedieron. La mejor manera de honrar a los nuestros, y de modo principal a nuestros padres, consiste en intentar, y -si es posible- en conseguir, superarlos en algo; porque ello es lo que pretendieron al darnos vida y educarnos. Esa es la ilusión y el estímulo vital de cualquier padre. Si todos los humanos, digo, estamos obligados a honrar y a honrarnos pareciéndonos a los nuestros -esto es, haciendo cuanto esté a nuestro alcance para superarlos-esa obligación es todavía mayor para los individuos que socialmente disfrutan de más o menos privilegios por el simple hecho de pertenecer a una determinada familia o a un conocido linaje. Cualquier pelanas puede y debe esforzarse en dar honra a los suyos -sus padres, sus hijos, sus múltiples y diversos familiares-por medio de cotidianos trabajos y de normales actividades; pero ese esfuerzo debe regir con máximo rigor la vida entera de quienes sin ningún mérito propio, sólo por la suerte de haber nacido dentro de un núcleo privilegiado, gozan y gozarán de favores incalculables y de prebendas desmesuradas. Todos los españoles sabemos que el actual presidente de nuestro gobierno, señor Rodríguez Zapatero, no pertenece por nacimiento a ninguno de los núcleos familiares que -desde hace más o menos tiempo- disfrutan en España -con mayor o menor justificación- de un cierto número de mejores posibilidades vitales. Cuanto Zapatero tiene, sean bienes materiales o de cualquier otra índole, en su inmensa mayoría, en su práctica totalidad, se lo ha ganado él mismo con su propio esfuerzo. Partiendo casi de cero, o de diez, o de ciento, ha logrado alcanzar el máximo nivel social. Por eso merece y tiene, según mi juicio, un cierto nivel de respeto y aprecio. Que ese nivel suba o baje depende entre otras cosas del modo en que cumpla con sus obligaciones políticas profesionales. Él tiene a gala realizarlas de igual o parecida manera que lo haría su abuelo, a quien respeta y honra -y exalta, con cualquier pretexto- por haber sido republicano, no participar en el alzamiento contra la II República, y en consecuencia haber muerto fusilado a manos de sus compañeros de armas. Es de todo punto evidente que el señor Rodríguez Zapatero se esfuerza por parecerse a este abuelo suyo, pero igual evidencia existe respecto de que nada hace por recordar a su otro abuelo; porque el máximo Zapatero de España, como cualquier humano, tiene dos abuelos: uno del que no sabemos nada porque nada nos dicen de él ni su nieto ni el cortejo que éste tiene siempre a su lado, y otro del que tan solo sabemos -al menos yo únicamente sé- lo antes reseñado, de modo que ignoramos la manera en que manifestó su oposición al citado alzamiento, pues parece evidente que no puede valorarse igual una postura activa que otra pasiva respecto de cualquier hecho, y menos aún si este es de aquellos tan trascendentes como fueron los sucedidos en torno al 18 de julio de 1936. Pienso que sobre esto quizá pudiera aclararnos algo la sentencia del Consejo de Guerra -si lo hubo- que condenó a muerte al capitán Rodríguez o al capitán Zapatero, pero -yo, por lo menos- no hemos podido leerla, pues nadie la ha hecho pública o dado a conocer. Tacha, por cierto, y ya que recorremos estas sendas, aplicable a la inmensa mayoría de las muertes reivindicadas como producidas "por la represión -o la barbarie- franquista", aunque tuvieran lugar antes del 1 de octubre de 1936 en sitios donde Franco no mandaba nada, o después de esa fecha pero como lógico castigo a actividades criminales del o los ejecutados. El caso de García Atadell es muy significativo al respecto. Quedamos, pues, en que Zapatero honra a los suyos -es decir, a los que ha escogido como suyos- y menosprecia a quienes no lo son o al menos él no los tiene como tales. Eso parece suceder, por ejemplo, con los abuelos maternos de sus hijas, cuidadosamente ocultados por no tener rentabilidad política o tenerla negativa o mala según los criterios republicanos, socialistas o demócratas, pues parece evidente que -de serle útil en mítines o declaraciones periodísticas- el bueno de Zapatero presumiría del padre o los abuelos de su esposa Sonsoles con igual intensidad y cariño que lo hace respecto del Zapatero o Rodríguez fusilado en León al principio de la guerra. Honra, pues, a quien preside el gobierno español desde hace dos años. Más tiempo lleva al frente de nuestra Nación Juan Carlos I, puesto que se hizo cargo de ella en el mes de octubre de 1976, hace ya treinta años, cuando la enfermedad de Franco imposibilitó que éste siguiera gobernándola. En virtud de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, aprobada en las Cortes Españolas y refrendada mayoritariamente por los españoles el año 1947, cuando Franco no estuviera en condiciones de ejercer como Caudillo de España le reemplazaría en sus funciones la persona que previamente hubiera sido designado sucesor suyo. Juan Carlos de Borbón y Borbón lo era desde que tras votación individual y pública de cada Procurador en Cortes, que debía decir en voz alta si estaba o no de acuerdo con la propuesta hecha directamente en tal sentido y en sesión solemne por el mismo Franco, aceptó serlo con el título de Príncipe de España y la calidad de heredero del Reino católico, social y representativo que Franco había fundado y organizado, a cuyo efecto juró de modo solemne y público -ante quienes presenciaban en directo dicho juramento o lo veían por televisión- que desde ese momento se comprometía a defender y perfeccionar tal Reino antes y después de hacerse cargo del mismo. Cuanto antecede lo escribo porque de esa forma bien puede entenderse que Juan Carlos de Borbón aceptó ese día ser "hijo político" de Franco y del franquismo, y tal cualidad la reafirmó al repetir ese juramento en la solemne sesión que celebraron las Cortes, tras la muerte del Caudillo, para proclamarle Rey de España. Sabido es que el asumir tal parentesco político le costó a nuestro actual monarca un cierto alejamiento respecto de su auténtico padre, que en conformidad con la más pura doctrina monárquica venía reivindicando tal puesto desde 1945. Es evidente que Juan Carlos I ha tenido que hacer muchos sacrificios personales e íntimos para poder reinar y seguir reinando. Él, por ejemplo, no ha podido ni puede honrar a sus abuelos como lo hace Zapatero, porque Alfonso XIII -padre de su padre- tomó partido desde el primer momento en favor del nefasto alzamiento contra la República existente en 1936. Hay quien dice que incluso contribuyó a organizarlo, por medio del partido monárquico llamado Renovación Española, mediante ayuda económica e influencia política. En cuanto al padre de su madre, Infante don Carlos, me parece recordar que también tuvo parte en ese mismo maldito alzamiento. No digamos nada de su mismo padre, el Infante don Juan, que se incorporó dos veces de modo voluntario a las fuerzas sublevadas, y hubiera asumido en ellas mayores responsabilidades de no haber sido retirado de sus filas por expresa orden de los respectivos mandos; el general Mola en lo que se refiere a las tropas que iban camino de Madrid desde Pamplona y Burgos en el verano del 36, y el general Franco, en la primavera del 37 ya Jefe del Estado y generalísimo de los ejércitos nacionales, en cuanto a su pretensión de ser uno de los oficiales dirigentes del crucero "Baleares". Hasta once Borbones, más o menos emparentados con el actual Rey -porque ya se sabe que esta familia fue tan prolífica que con el tiempo hubo necesidad de aclarar legalmente quién forma parte de ella-, pueden ser considerados "caídos por Dios y por España", según la terminología vigente cuando Juan Carlos juró lo que necesitaba para ser heredero y sucesor de Franco. Tres de ellos murieron siendo combatientes del ejército franquista. Los ocho restantes, entre ellos una mujer, fueron asesinados en el Madrid rojo. Ninguno de esos Borbones son dignos de figurar en tan destacable y limpia "memoria histórica" como la que Zapatero y sus secuaces han decidido imponer a los españoles para dividirlos y enfrentarlos en dos clases: los que sí deben y pueden honrar públicamente a sus muertos, por haber sido éstos izquierdistas o nacionalistas dentro del periodo 1931-1975, o los que han de conformarse con honrarlos en la intimidad -como sin duda lo hace nuestro Rey- por haber mantenido esos parientes en tal época unas ideas o unas actitudes ahora calificadas como "políticamente incorrectas". En resumen: los zapateriles cada día ganan en honra y provecho si logran parecerse más y más a sus muertos; los borbónicos, por el contrario, sólo obtienen el mismo resultado a fuerza de alejarse y olvidar a los suyos. No le demos más vueltas. Así es hoy España.

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